­Tiene las manos marcadas por el paso del tiempo, algunas manchas y arrugas que dejan entrever que los años pasan a pesar de que rebose energía. Con 61 años, Rocío Pastor asegura que no ha tenido ningún cuidado especial con sus manos, sin embargo, son suaves y transmiten algo especial, algo indescriptible de lo que ha hecho su profesión: dar los primeros baños a los recién nacidos.

Son cinco minutos. Seis a lo sumo. Pero su talento innato sumado a los años de experiencia y los más de 15.000 niños que han pasado por sus manos hace que entre caricias, masajes y susurros los pequeños queden extasiados.

La clínica Gálvez de Málaga es la única que tiene una persona dedicada en exclusiva a esa función. Rocío, de profesión auxiliar de enfermería, cubrió ese puesto por casualidad y supo de inmediato que había encontrado su vocación. Eso fue en el año 1999 y hasta hoy. Su último baño ha sido Paula, una pequeña de poco más de tres kilos y 200 gramos que ha sucumbido al embrujo de sus caricias hasta dormirse. «No sé lo que es pero me sale de dentro», explica mientras detalla cómo los años le han enseñado que no hay bebé que resista sus pulgares en el cuello ni sus dedos índices recorriendo el contorno de sus cejas. El gesto contraído por el llanto se relaja y sus caras reflejan serenidad. Les habla, les mima y sobre todo les transmite seguridad.

«Esta niña va a ser surfera, mami», le dice a Nuria, la madre de Paula, mientras la pequeña berrea boca abajo con el agua por la espalda. Agua templada y a frotar con la esponjilla hospitalaria sin miedo. El resto es magia.

Nuria y Juan no son primerizos. Tienen una princesa de cuatro años a la que también lavó al nacer Rocío pero ella explica de igual forma a los padres algunos detalles a tener en cuenta en los baños venideros. «¿Le hacemos dos lacitos hoy, mami?», sugiere con cariño Rocío al terminar. La pequeña Paula puede presumir de pelo y hoy se va con dos diminutas colas cerradas con un lacito rosa cada una de ellas.

Las mamás también reciben los mimos de esta encantadora de bebés cuando es necesario. Las ayuda a asearse cuando hay una cesárea de por medio y asegura que cada bebé que baja a su pequeño habitáculo es especial.

La propia Rocío es especial en sí misma. Sus manos son un misterio pero la pasión que le pone a su labor diaria sería para muchos incomprensible. Trabaja los 365 días del año. No descansa, no coge vacaciones. Asegura que no lo necesita, ella recupera fuerzas por la tarde. Solo fuerzas mayores le han hecho ausentarse. «Ahora me he apuntado a corte y confección y punto y croché. Cuando me dicen de doblar -turnos- me vuelvo loca». Lleva casada más de 40 años y tiene dos hijos de 36 y 38 años. Los nietos aún no han llegado.

Hija de familia humilde, con solo 13 años empezó a trabajar en el hospital de Campanillas. Primero en el pabellón infantil y con 16 años subió a planta con los enfermos de tuberculosis. «Ahí empezó la vocación mientras limpiaba a los enfermos y cambiaba sábanas», recuerda. Aún era una niña cuando llegó a tener 62 niños a su cargo de noche. Cada dos horas tenía que acompañarlos a hacer pipí.

Hace 25 años entró en la clínica Gálvez como auxiliar de enfermera en planta y desde entonces su segunda casa está en la calle San Agustín. Estuvo unos meses en otros hospitales e incluso la llamaron para una plaza en el SAS pero la rechazó. Su casa está en Gálvez y ha declinado todas las ofertas laborales que se han presentado durante estos años.

«He llegado a bañar a 27 niños en un día. Ahora no nacen tantos pero para mí es igual de especial», expresa. En sus primeros años de auxiliar lavó a algún niño de manera puntual pero el 15 de septiembre de 1999 supo que todo había cambiado. «Ojalá tuviera 20 años menos para tener más tiempo», afirma.