Fue un canto consabido. Un grifo que abre. El sonido de la madera al dejar caer los zapatones de invierno. La pinta, el calentador de agua. Los riñones de cerdo del señor Bloom. Un emblema para Irlanda y para Gran Bretaña tan familiar que, con el tiempo, no tuvo más remedio que hacerse también de la Costa del Sol. Casi siempre sin ser visto. Y mucho menos reconocido, siendo un rumor de otra época flotando sobre las calles de Mijas, llamando la atención menos por su aspecto que por las miradas de los residentes extranjeros. Algunos, los más veteranos, lo suficientemente respetuosos con lo que representaba como para admirarle del modo en el que se hubiera admirado en España a Alfredo Landa de no haber existido el sensacionalismo, los propios españoles o los programas del corazón; un hombre, Val Doonican, que, en los sesenta, compitió en fama con los Rolling, la estrella de la BBC, el artista del consenso, respetado tanto por los melenudos que empezaban a vagar por Manchester o Liverpool como por sus madres, a las que entretenía con todo tipo de baladas y guiños hogareños desde la pantalla del televisor.

Durante décadas, las que permaneció en antena y sobre los grandes escenarios, Doonican fue para los anglosajones el hombre querido que cantaba en la mecedora. Un tipo cálido, con voz de crooner a lo Sinatra, desprovisto de estridencias, pero también de conservadurismos. El artista que ya en su vejez, ni erosionado ni altivo, podía pasar por cualquier cosa, como bien sabían los camareros de los restaurantes que frecuentaba en Mijas, especialmente los de El Mirlo Blanco, que era su lugar favorito, y al que acudía con puntualidad litúrgica año tras año. Y fueron muchos, casi treinta, los que duró su idilio con la costa. Decía el cantante que hasta su primer viaje no sabía siquiera de lo que venía detrás de la palabra Mijas. Había descubierto la zona por casualidad, invitado por unos amigos. Y, junto a su mujer, no tuvo ninguna duda. En rotativos como el Telegraph contó más de una vez el azote instantáneo de su fascinación: hablaba del pueblo como si fuera el último paraíso, sin contención ni atajos descriptivos, elogiando la tranquilidad, las puestas de sol sobre balcones blancos que daban a África, la cercanía del mar. Aquí, primero en un apartamento y luego en una villa, pasaron los veranos sus hijos, convertidos, en su versión mediterránea, en una de las miles de familias que se reunían en las islas -también en Estados Unidos- a disfrutar de su programa o escuchar algunas de sus éxitos. Incluidos, los de su etapa primeriza, cuando todavía no había aparecido el Val Doonican Show, el espacio de la BBC de los 20 millones de espectadores, presente en la parrilla desde la segunda mitad de los sesenta, y se dice pronto, a 1986.

Una de las pruebas de la excelente salud del turismo y de su extravagancia está en las paradojas; y con Doonican y Mijas hay para desafiar la lógica en varias escalas al mismo tiempo. No deja de ser insólito que en los mismos bares de la Costa del Sol en los que se escuchaban los Beatles y se anunciaba la cerveza irlandesa estuviera uno de los pocos irlandeses que ha sido capaz de poner contra las cuerdas al cuarteto de Liverpool en las listas de éxitos; el cantante amable de los 50 discos, el intérprete de Elusive Butterfly, al que el público británico llegó a amar como a un candelabro doméstico; alguien, a lo Joaquín Prat, que siempre estaba allí, rezumando autenticidad y al mismo tiempo alegría blanca y para todo tipo de audiencia. Lo cuentan todavía los ejecutivos de la BBC, ávidos, en un mundo tan comercialmente avieso como el actual, de repetir el milagro: Val Doonican simplemente hablaba con naturalidad, entrevistaba y cantaba, con pipa y jerseys de colores, espontáneamente en conexión con un tipo de artista que tardaría muy poco en verse devorado por las modas y los especialistas en márketing, el que representaba Bing Crosby, el que encandilaba a las madres que eran jóvenes en los cincuenta. Un irlandés con gracia para contar y elegante en la forma de ser pícaro al que con el paso de las décadas y, sobre todo, de Málaga, se le fueron adhiriendo pasiones. En su casa de verano de Mijas, con el esplendor de su fama detenido en una juventud a caballo entre el color y el blanco negro, Val Doonican se dedicó a las acuarelas y al golf. Un tipo de aficiones que, en el mundo del turismo y de la Costa del Sol se traduce a menudo como sinónimo de triunfo. Y más, en el caso del cantante, que nació pobre y trabajando en fábricas desde la cuna, como buen irlandés, pero con suerte en la música y en las canciones. Muchos artistas del Reino Unido le deben a su programa buena parte del salto a la popularidad. Como también le debe Mijas la recolecta, principalmente en el mundo anglosajón, de una publicidad sincera, aún presente en las hemerotecas de los principales periódicos y agencias de noticias británicas. Su idea de la felicidad, acaso también la de Bloom: una parta de cordero en El Mirlo Blanco.