­Del encuentro de las tribus con los fenicios a los atardeceres vistosos de la calle Larios. De las iglesias paleocristianas, con sus bóvedas enfrentadas, a los móviles de última generación de las playas de Estepona. La historia de Málaga, tan a menudo arrinconada por las erupciones de lo inmediato, no admite trampas en la narración ni síntesis perezosas. Su despliegue, si es riguroso, ocupa demasiados cuerpos, amagos de civilizaciones, pieles superpuestas, esplendores, cadáveres. Una colección de relatos, de explicaciones, cuya comprensión, en medio de los edificios desmontables y la uniformidad de buena parte del urbanismo, se ha convertido en un ejercicio de abstracción. Pensar en la Plaza de la Constitución como un cadalso para ejecuciones, en las afueras de Antequera como un epicentro de espiritualidad primitiva entraña sorpresa. Se han taponado las huellas y, sobre todo, el afán de preguntarse sobre el itinerario.

Durante años, apremiada, construyéndose a trompicones, la provincia ha negado la propia conciencia física de su pasado. Ahora, con la declaración de los Dólmenes como patrimonio mundial y la próxima inauguración del museo de la Aduana, el relato inevitablemente se ilumina, situando de nuevo en el mapa otros puntos con vestigios, con trozos medulares de Málaga y de su identidad desmigajada. ¿Es esto lo que somos? ¿Estos harapos? Los pueblos, más que sentimientos, son historias, escritura común, y, en eso, hay una deuda mayúscula con muchas generaciones. La Opinión de Málaga ha querido sumarse a este ilusionante periodo de interés hacia el patrimonio con una serie de reportajes en profundidad sobre los lugares cardinales de la memoria de este tierra. Un total de veinticuatro yacimientos, analizados por sus propios investigadores, y bajo la supervisión y el asesoramiento de dos especialistas, Eduardo García Alfonso, arqueólogo del Departamento de Museos y Conjuntos Arqueológicos y Monumentales de la Junta de Andalucía y Javier Noriega, arqueólogo e historiador de Nerea y vocal de la CEM.

Lo cuenta, en conversación, el propio Noriega; volver la vista a la historia no es un capricho ni una ambición motivada por la nostalgia. Se trata, más bien, de dotar de futuro al pasado, una misión en que no sólo interviene un beneficio didáctico, sino algo mucho más profundo, y a la vez rentable, el de recuperar la esencia, el punto de unión que trasciende la fugacidad de la moda y de las costumbres, de las comidas de empresa, de los centros comerciales. La historia es progreso. Incluso entendido en su acepción más vulgar y necesaria. Ejemplos como Mérida o Cartagena demuestran que la arqueología, y más en pleno apogeo del turismo, es una inversión rentable. Y Málaga dispone de un abanico de referencias, de estratos recogidos en las vitrinas del museo y en sus escenarios naturales, que permite fantasear a corto plazo con un circuito rico, tan vívido y apasionante para los estudiantes como para los visitantes de la costa. Una provincia, acota García Alfonso, diseminada entre la doble fachada del mar y de la montaña, con una diversidad de desarrollos y de puntos de significancia histórica poco vista en el entorno, donde la estructura se concibe más alrededor de un núcleo reconocido que a través de diferentes focos.

El catálogo incluye edades, tiempos, maneras de ser personas y malagueños que, en su ajetreo y sus visiones, acabaron con perfilar el punto con carácter, la personalidad, hoy un tanto ensombrecida, que vincula y distingue a Málaga del resto del país y de historias. De la fundación, una de las más antiguas del Mediterráneo a los romanos o la prehistoria. Zonas en las que todavía queda mucho que explorar, durante décadas abandonadas a la labor heroica y solitaria de los equipos académicos, desconectadas, por ignorancia, de las grandes partidas del presupuesto. La provincia se narra. Lo nuevo y sensato y divertido es ser con lo que se fue, hacer que vuelva