Apareció como un huracán destartalado. Sin pacto alguno de moderación. Fiel a su lujuria, a su apetito tribal, a sus demonios innegociables. De su voz se ha dicho de todo. Con prosa y adjetivación de martillo, más bien seca. Aquella noche con Joe Cocker era otra noche con Joe Cocker. Y eso siempre arrastra la misma esencia salvaje, sin altibajos, la misma entrega. La única diferencia era la palabra de fondo, Marbella, y de esa conjunción, ahora y en 1985 se podía esperar de todo: ríos de champán, bolsos caros de París brindando por el rock y hasta algún aprendiz de la construcción sin dar crédito y acabando en un solo día con todos sus ahorros.

Joe Cocker fue una estrella rara, de las que no se pueden taponar con la grandilocuencia monótona de la industria del espectáculo. Había algo de verdad en todo lo que hacía. Desbordaba. Por encima del fraseo rutinario de los escenarios, de las giras mundiales, de salidas a escena diseñadas por publicistas en mastodónticas reuniones. El hombre que con sus movimientos hizo que todos los torpes nos sintiéramos de vez en cuando felices en una pista de baile. Capaz, como Patti Smith, de bastarse a sí mismo. De llenarlo todo aunque saliera a cantar en rulos. Sin importar lo más mínimo su aspecto, que estuviera calvo o luciera melena o chupa, que se escacharran los juegos de luces, que los músicos tuvieran un mal día y fallaran los acordes.

Con Cocker daba igual. Pero es que además esas cosas tampoco eran frecuentes. Y menos en Marbella, donde la noticia de su llegada había hecho alucinar a media Andalucía. Entonces el rey del soul se hacía de rogar. La de Marbella sería su tercera actuación en España. Sin duda, la más sureña y democrática, tanto a nivel geográfico como sentimental, dejando que la pasión se impusiera a los excesos de la frialdad monetaria. Al cantante el concierto no le fue mal. Se endosó 3,4 millones. Pero la gracia estuvo en el precio de las entradas, apenas 1.500 cucas, lo que provocó que más de 9.000 personas abarrotaran la plaza de toros de Puerto Banús. La mayoría, personas normales, sin la tontería chic y el escaparatismo de las grandes ocasiones.

A diferencia de otros conciertos, esa vez nadie regresó a casa indiferente. Cocker tenía 41 años. Empezaba a estar cascado y molido y eso daba un plus de madurez y de crudeza a todas sus canciones. Por si no fuera bastante, el artista estaba bien acompañado. El concierto contaba con unos teloneros de lujo: Germán Coppini y sus Golpes Bajos. Buenos tiempos para abandonarse a la lírica. Y reforzar el idilio entre los ingleses y la Costa del Sol, por más que aquí se tratara de un inglés tipo premium, radicalmente universalizado. Quién sabe si Joe Cocker, mientras volaba por encima de Málaga, no pensaba en Los Ángeles, en tantas visitas comentadas por su entorno, cuando era un joven fontanero y el sueño de sus vecinos del norte de Inglaterra consistía en una villa en el sur de España.

Cocker, pese a la fugacidad de las giras, tuvo tiempo en su visita por evocar. Y además sin necesidad de enfrascarse en ejercicios poéticos; en Marbella, en la fiesta privada después del concierto, en una conocida discoteca de Marbella, le esperaba un amigo del pasado, nada menos que Michael Lang, el organizador del concierto de Woodstock, el hombre que confío en él cuando era apenas poco más que una figura emergente, que escribió su nombre en un cartel al lado de Hendrix y compañía, legando para la historia una actuación memorable. Pongánselo otra vez, dense el gustazo: el vídeo de A Little help from my friends, aquella versión de los Beatles. Difícil no emocionarse. El mismo tiempo, el mismo desgarro. Igual y necesariamente distinto al que gobernó aquella noche de julio en la Costa del Sol. Y que tendría una extraña continuidad veinte años después, con el cantante ya calvo y rebosante. De nuevo en la plaza de toros. Con Marbella tirando de exquisita: inventándose esa cosa de la gente vip y cobrando a 195 euros algunas de las entradas.

En la comparación, más allá del incontestable salto económico, no hay nada decadente, nada parecido al ocaso. Cocker fue grande en Marbella y reinó las dos veces: en 1985 y en 2005. Luego, para terminar de rizar el rizo, el rizo de su cabeza pelada, suponemos, actuaría en el Terral, en Málaga, en el Peñón del Cuervo, acaso con el espectro de Rafael Pérez Estrada bailando con su loro desde una esquina de la playa. Aún duele la pelvis. Menudo meneo le dio a esto de estar vivo en provincias. Entre urbanizaciones de lujo y comerciales de inmobiliarias.