«Ser, nada más. Y basta». Esa frase de Jorge Guillén leo en la pared de una de las callejuelas que se enroscan nerviosas a la espalda de la calle Carretería, como si buscasen una personalidad propia, un sello de identidad. La frase me hace pensar y, mientras disfruto del jardín colgante y elijo una de las palabras que se derraman hasta el suelo pero, en realidad, quiero elegir otra, echo un vistazo a esa nueva Málaga que sale reluciente de la cochambre y el abandono históricos y pienso en lo que ocurriría si sacásemos lustre a ese enjambre portentoso de vías repletas de coquetos edificios que te llevan a otros siglos, a otras vidas, que te hacen ser consciente de que, antes que tú, en Málaga ya había muchos malagueños que amaban su ciudad y se sorprendían, tal vez, al dar la vuelta en una esquina cualquiera y observar algunas de las maravillas urbanas que encierran, como las ostras, su perla preciosa para hacerla escapar de la mirada de los curiosos sin lograrlo plenamente. Poco a poco, veo en esas calles arracimadas en torno a Carretería paredes encaladas, andamios, patios interiores de edificios reconvertidos en apartamentos turísticos, tiendas, aunque es aún el silencio el que preside el tránsito por estas vías antes oscuras y ahora más luminosas, buscando su propia identidad, enseñoreándose en un pasado resplandeciente que luego dejó paso a la mediocridad y a la falta de miras de los años ochenta y noventa, cuando aún no habíamos comprendido las infinitas posibilidades de una ciudad que no sólo es, gracias a Dios, ese esperpéntico espectáculo lumínico de calle Larios o la urbe que a base de invadir con mesas la vía pública cree así rentabilizar la eterna llegada de turistas.

Ya hemos acabado con la calle Larios y el resto de arterias que la circundan, se ha hecho un buen trabajo, pero ahora tal vez sea tiempo de mirar al entorno de Carretería, salir incluso hacia la Trinidad y El Perchel, convirtiendo esos barrios en nuevos motores de desarrollo socioeconómico a base de museos populares (¿por qué no llevar el museo de la Semana Santa a alguna de estas zonas señeras?) y restaurantes y tiendas típicas, dando una solución de una vez, por qué no, al eterno debate sobre el río Guadalmedina como eje sobre el que pivota una ciudad que está creciendo sin atisbar aún qué quiere ser de mayor. En definitiva, se trata de repensar qué somos y hacia qué lugar queremos ir como ciudad, aunque ya se hayan desplegado muy buenas iniciativas como intento de contestar a esas dos preguntas.

El embellecimiento y redefinición del casco antiguo, ese proceso de cambio lento, letárgico casi, ha finalizado con la puesta en marcha del Museo de la Aduana, y ahora es momento ya para mirar en diferentes direcciones, otear el horizonte y abrazar un reto poderoso y evocador, marcar el rumbo hacia esas nuevas realidades que surgen al margen de la calle Larios e insuflarlas de vida, sin crear ideas de revitalización urbana tan artificiales y estériles como la del Soho. «Ser, nada más. Y basta». ¿Pero qué queremos ser?