La suerte siempre tiene algo de extravagante. Hace tres días que la nueva administración de la Lotería Nacional, situada en la calle Lagunillas, en el número 66, abrió sus puertas. 48 horas después, ya dio su primer premio de relumbrón. Francisco Pérez, su propietario, confirmó que había soñado con semejante estreno y que, incluso, era algo que intuía. Por lo demás, todo lo que se produjo a primera hora de la mañana, justo en frente del local acuñado con el nombre de Estanco y Loterías Rocío coronada, resultó relativamente familiar. Porque hay una imagen que tradicionalmente ha alimentado a la melancolía de los no premiados, que, a día de hoy, vuelven a ser la gran mayoría: a la puerta de una administración de lotería cualquiera, en un barrio desconocido para el resto del país cualquiera, se observó como cinco números cantados previamente por unos niños con voz de estar a punto de quedarse sin resuello giraron el destino. El tapón de la botella de champán se desprendió tras dar algo de guerra y traza esa línea que lo resume todo. Retazos de felicidad que duran apenas unos segundos, pero que sirven como marco pegajoso para el mosaico que está por llegar. En este caso, la imagen se volvió nítida en el barrio de Lagunillas, donde cayó el 95.379, premiado con 75.000 euros y decidió adoptar el nombre de Francisco. En esta caso, además, la historia tiene aires de un cuento de Navidad de Charles Dickens. El repartidor de la suerte se convirtió, a su vez, en agraciado. El propio Francisco fue quien se hizo con el único décimo premiado. Emocionado, se limitó a decir que «hacía mucha falta» y que el premio le iba a servir «para tapar muchos agujeros». No es la primera vez que Francisco da un premio: el pasado noviembre, como empleado raso, repartió un segundo premio de la Loteria Nacional. matías stuber. málaga