Politólogo, pensador y, últimamente, incluso escritor de diagnósticos sociales fatalmente premonitorios, Manuel Arias Maldonado se ha convertido en uno de los ensayistas de moda. Sus citas aparecen por doquier en la chistera de ideólogos y de analistas políticos. Especialmente, desde la publicación de su libro La democracia sentimental (Página Indómita), en el que analiza el peso creciente de las emociones en la dirección del voto y los procesos electorales.

Su libro se ha convertido en un asunto visionario, casi profético, al ver refrendadas, y a las bravas, buena parte de sus tesis con la victoria de Trump. ¿Fue todo una cuestión emocional o hubo también voto de castigo hacia la clase política?

Todo suma. Tenga en cuenta que hablamos de una crisis económica severa y de unos efectos anímicos multiplicados por el shock psicopolítico que provoca el hundimiento de la economía tras quince años de crecimiento y optimismo. Y en una época de crisis, las emociones ganan terreno. O, mejor dicho, las emociones negativas: la indignación, el miedo, el resentimiento. Y solo queda un paso para que esas emociones negativas se conviertan en rechazo al establishment.

En España, en cambio, se ha apostado por un partido, salvo en las cuestiones de la patria, aparentemente más alejado en su discurso de la emoción, que asegura, incluso, que a su discurso le falta piel.

Solo es una paradoja aparente. Por una parte, el PP ha perdido apoyo tras una mayoría absoluta dedicada al ajuste; por otra, constatada una mejora de la economía (con los matices correspondientes) y observado que el multipartidismo generaba cierto desgobierno, es un partido-refugio que garantiza una cierta previsibilidad: en tiempo de agitación, no hacer mudanza.

El PP y Ciudadanos basaron buena parte de su enfoque electoral en aparecer como opciones ligadas al concepto de «normalidad» y de «sensatez». ¿Este tipo de estrategia puede llegar a calar en un país como España?

Habría que matizar: el campo semántico formado por la normalidad, la razonabilidad y la sensatez posee también resonancias emocionales. Pero es una apelación a emociones políticas templadas, nada revolucionarias. Es un discurso ambivalente, porque si bien posee menos sex-appeal que el rupturismo, es una opción atractiva para importantes segmentos de la población y máxime en tiempos de crisis. España es apasionada, desde luego, pero no olvide que la identificación con partidos ´razonables´ no excluye el rechazo visceral de los demás. Esperemos, por lo demás, que una legislatura basada forzosamente en el diálogo y la negociación ayude a que nos destemplemos.

Su pensamiento tiene en cuenta los avances producidos en la neurociencia, que cuestionan, por el condicionamiento biológico de nuestras mentes, nuestra propia soberanía personal. Es decir, que no somos tan libres como pensamos.

Podemos hablar, ciertamente, de un sujeto postsoberano: alguien menos soberano de lo que creíamos. Pero no es éste un esclavo de las pasiones ni de los genes; cuenta con un margen deliberativo y decisorio. El problema es que la decisión responsable, como el voto responsable, exigen un esfuerzo considerable: una toma de conciencia que nos permita comprender que padecemos sesgos e influencias, que tomamos atajos cognitivos o percibimos la realidad a través de un filtro sentimental. Por lo general, nos sentimos poco inclinados a hacer ese esfuerzo. ¡Como tantos otros!

¿Y en la política local? ¿El candidato alejado del teatrillo y de las fiestas está condenado a fracasar?

En realidad, no lo sabemos. Y no lo sabemos porque no abundan los candidatos capaces de hacer ese ejercicio de alejamiento y construir, a la vez, un discurso político atractivo para las mayorías. Dicho esto, las llamadas ´fuerzas vivas´ de una ciudad tienen fuerza electoral y es claro que un candidato que se enfrente a sus intereses -por ejemplo luchando contra la saturación turística o la pascualización del año natural- habrá de buscar nuevos votos que compensen los que así perderá.

El circo mediático y la necesidad emocional de adhesión coinciden con un período de profundo escepticismo hacia la política. ¿Es esta una crisis de mercadotecnia, de falta de identificación?

Es una crisis de rendimientos y, simultáneamente, un éxito del sistema. Lo primero, porque el ciudadano desafecto no lamenta que no le dejen participar, sino que reprocha a sus representantes la crisis económica, la desigualdad o la falta de empleo. Y lo segundo, porque el propio sistema democrático da voz a los partidos anti-establishment que ganan terreno en nuestros días. Nos identificamos con quienes dicen operar fuera del sistema, aunque lo hagan dentro. Por lo demás, esta desafección indica unas expectativas desmedidas sobre la capacidad de la política para crear el reino de dios en la tierra.

¿Sabrá Podemos mutar desde la posición catártica de vehículo de la frustración? ¿Cuál puede ser su papel en la lógica parlamentaria?

No es una transición fácil. Y aun así, más difícil es pasar de partido de protesta a partido de gobierno. En ambos casos, quien solo protestaba no puede limitarse a protestar. De ahí que Podemos trate de conservar ese espacio insurreccional negándose a participar en el juego parlamentario y reclamando la calle frente a las instituciones. Tal vez pueda funcionar, al menos en lo que al tan anhelado sorpasso se trata. Pero eso dependerá también de la capacidad del PSOE para presentar una oferta atractiva. Por mi parte, desearía ver a Podemos ejerciendo influencia, negociando, aprendiendo. Y abandonando la parte de su discurso que niega legitimidad a eso que llaman ´régimen del 78´. Desearía, en fin, verlos madurar.

¿Hay una nostalgia de los grandes ideales y de la revolución?

Todo indica que así es. Las grandes ideologías de la modernidad no dejan de ser estructuras religiosas secularizadas que prometen un final idílico de la historia. Y ese animal religioso y simbólico que es el hombre se ve inclinado afectivamente a la revolución frente a la reforma, a la poesía frente a la prosa. Estos espejismos tienen una fuerza asombrosa: recuerde a las multitudes que celebraban jubilosas el estallido de la Gran Guerra. Después llega la realidad y nos hace ver que estábamos equivocados.