Ha sido tierra de muertos. Durante más de seis mil años, que se dice pronto, saltando por encima de oficios, de ministerios religiosos, de lenguas, de materiales. Su permanencia parece insinuar la respuesta a un plan divino, pero en realidad no podría más estar en relación con el hombre. Nada une más a los tiempos, a las culturas, que lo más básico. Y eso, por más que se estilice el mundo, no es otra cosa que la indefensión, que el asombro trágico de la enfermedad, del final de la vida. Menos aún en un pasaje tan convicente, abierto, fuera de toda distracción moderna.

Los grandes monumentos prehistóricos son precisamente raíz común, espiritualidad que sobrevive. Y no tanto por su arquitectura como por el contacto privilegiado, complejo y a la vez desnudo, con lo poco que se revela todavía sólido, inmutable. Pasarán los siglos, la tecnología, pero siempre en última instancia quedará un ser humano interpelado por la naturaleza, la piedra, los astros, la muerte. Una trama que en los dólmenes de Antequera se cumple de manera excepcional, engastada con una finura y una solvencia paisajística que cuenta en todo el mundo con muy pocos referentes.

En 2016, cuando el conjunto fue declarado patrimonio universal por parte de la Unesco, los vecinos más mayores todavía recordaban el sobrenombre de «ciudad vieja». Apenas se sabía nada del enclave: estaba el ensayo de Mitjana, los elogios de Le Corbusier, hipótesis y palabras que se interrumpían en su recorrido mucho antes de llegar a los labriegos que pasaban a diario por la zona y para quienes la construcción de Menga, la única que se conocía, era sólo un lugar en el que meterse durante los días de lluvia para proteger a las bestias. Había, eso sí, la intuición constante de lugar fuera de lo común, de misterio. No es casualidad que en el entorno, y con diferencia del grado de conocimiento, se encontraran enterramientos romanos, medievales. El magnetismo funerario llegó, incluso, hasta el reinado de Carlos III, que eligió una finca aneja para instalar el primer cementerio municipal de Antequera.

Bartolomé Ruiz, director del sitio, da algunas claves que explican el carácter extraordinario del complejo. Un relato que enriquece lo que se afirma a simple vista, la belleza primaria de las construcciones, los bloques de piedra fantasmal que se enseñorean de los campos. Fue el estudioso Michael Hoskin, de Cambridge, el primero en darse cuenta, con ratificación última sobre el terreno en compañía del propio Ruiz, de las condiciones únicas que rodean las construcciones. De los tres grandes megalitos, dos de ellos, se orientan hacia elementos de la tierra, lo cual no resulta nada frecuente en este tipo de edificaciones religiosas, siempre condicionadas por el movimiento del sol y de las estrellas.

El dolmen de Menga, el más antiguo y quizá sobresaliente, mira en concreto a la silueta de un monte tan enraizado en la historia como sus propios mitos y leyendas: la Peña de los Enamorados. Basta una simple mirada a su perfil, casi de hombre durmiente, para entender por qué las tribus de la Edad de Bronce le atribuían valores sagrados. Con El Torcal, que es el horizonte al que se dirige el tholos de El Romeral, con su planta circular, el ejercicio tampoco es difícil. Y más si se tiene en cuenta que a la singularidad fabulística de sus formas añade el hecho de haber servido de asentamiento de pueblos todavía más remotos. Memoria, honra fúnebre, magnificencia, magia. Un puzzle, el del conjunto, que se completa con la edificación de Viera, la única que enfoca su dirección hacia el sol, a su posición exacta sobre la vega durante el equinoccio de otoño.

Toda esta riqueza de elementos, de relaciones entre sí y con el paisaje no obedece a una simple acumulación. Mucho se ha especulado sobre su significado. Algunas fuentes sostienen que el sitio pudo ser un lazareto, un hospital primitivo, un centro de reuniones, aunque no está comprobado. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que funcionó como el corazón de las comunidades instaladas en los alrededores, pueblos en su totalidad nómadas que compartían desde la lejanía algunas costumbres y una inclinación primeriza hacia lo simbólico.

Bartolomé Ruiz no tiene dudas: los dólmenes de Viera y El Romeral, que es el que está más alejado, cumplieron una función sepulcral. Fueron, ante todo, tumbas, mientras que Menga, con su poderoso dintel, iba más allá, ejerciendo de lugar de rito, de templo. Muchas son las incógnitas que quedan por resolver. Entre ellas, el pozo descubierto en 2005,cuya época de construcción no está clara y que podía sugerir algún tipo de oficio religioso vinculado al agua.

La excepción, de nuevo, cubre todo el entorno. Los historiadores hablan de una cultura que mezclaba las costumbres del Mediterráneo y del Atlántico. Y, además, de diferentes etapas, tan superpuestas y fascinantes como la propia secuencia del descubrimiento arqueológico. Lejos quedan ya los escritos, la visita de Alfonso XII, el tiempo en el que solamente Menga se advertía en el paisaje. La cultura milenaria despierta poco a poco; de hecho, el túmulo Viera, colindante al primero, y El Romeral apenas se conocen desde 1904, cuando dos funcionarios sevillanos, los hermanos Viera, quisieron aprovechar sus tardes de ocio para explorar en los terrenos. La concesión del título de la Unesco no ha agotado, en este sentido, las posibilidades de descubrimiento. El plan director del sitio, en fase de elaboración, incluye el tránsito a la titularidad pública de El Cerro del Marimacho, un montículo alineado en altura con los dólmenes de Menga y Viera y en el que se intuye una cueva mortuoria. Resta explorar igualmente algunos de los yacimientos que han salido a la luz con la construcción de infraestructuras como el AVE. Un pulso único en su género, un territorio de piedra sagrado, insisten los arqueólogos Javier Noriega y Eduardo García Alfonso. El carro de novedades y de movimientos universales de la ciudad vieja.

Distancia

Los tres monumentos se hallan a una distancia corta entre sí, de apenas tres kilómetros en conjunto.

Horarios

El enclave se puede visitar de martes a sábado de 9.30 a 17.30. Los domingos el cierre se adelanta a las 15.30.

Datos

El centro ofrece la posibilidad de concertar visitas guiadas. El teléfono de información es el 952 712 207.

Dificultad

El itinerario , aunque agreste, no presenta una dificultad especial, aunque se recomienda calzado cómodo.

Futuro

La idea de los gestores del sitio es crear una vía verde para conectar Antequera en línea recta con el paraje.