«El secreto de la vida está en compartir, pero no de cualquier manera». Así terminaba el reportaje que tuve la oportunidad de hacer sobre el hermanito Juan, con motivo de la concesión del premio que la Delegación de Salud le otorgó en febrero de 2004.

«Si hay alguien que se merece un reconocimiento de este tipo ése es el hermanito Juan», me confesaba con admiración el entonces delegado de Salud, José Luis Marcos, con quien compartió más de una vivencia en el Hospital Civil y a través del entonces ilegal sindicato de Comisiones Obreras, en los años de la transición.

Porque el hermanito Juan era ante todo una persona comprometida. Juan Blanquet du Chayla nació en París el 1 de marzo de 1924, en el seno de una familia de la alta burguesía.

Hijo de un capitán militar de navío, cruzó a pie los Pirineos junto a 12.000 personas, huyendo de los nazis. En 1943 llegó a Málaga donde fue hacinado en la plaza de toros, junto a otros refugiados, con destino al norte de África, donde los norteramericanos estaban preparado un ejército que desembarcaría en el sur de Francia.

Siguiendo la tradición familiar, ingresó en una escuela de oficiales en el norte de África, pero no pudo participar en el desembarco. Defraudado, se alistó como voluntario para participar en la guerra de Indochina, donde luchó desde septiembre de 1946 hasta finales del 47, en que fue herido. Durante el viaje de vuelta en barco, no dejó de preguntarse por las razones que mueven al ser humano para tanta destrucción.

De vuelta a casa, descubrió una comunidad religiosa en la que había que trabajar para vivir y tras un año de noviciado en El Aaiún (Sáhara) juró los votos de pobreza, obediencia y castidad en la Congregación de los Hermanitos de Jesús del Padre Foucauld.

Recibió el encargo de formar grupos de tres o cuatro personas dispuestos a trabajar y vivir con los más pobres. Y en el 59 decidió venir a Málaga, atraído por el entonces obispo Ángel Herrera Oria y la presencia de las Hermanitas de Jesús del Padre Foucauld en las chabolas de la playa de San Andrés.

Durante dos años trabajó de albañil y vivió con una familia gitana de nueve miembros en los corralones detrás del cine Andalucía. Trabajó dos años en la recogida de basuras del Ayuntamiento de Málaga hasta que en 1967 ingresó de celador en el Hospital Civil. Allí dejó una huella indeleble entre quienes le conocieron.

En 1973 se ordenó sacerdote y al morir Franco se unió junto a varios trabajadores del Hospital Civil en la lucha obrera.

«Siempre estaba al servicio de los demás. Era una persona entregada, buena y muy querida», recuerda emocionada Teresa García Ballesteros, responsable de la biblioteca del Hospital Clínico.

Y es que el hermanito Juan fue quien comenzó a llevar libros a los pacientes ingresados en el Hospital Civil. Incluso después de su jubilación, en 1987, siguió colaborando en el hospital con la asociación Málaga Acoge haciendo de traductor con quienes no conocían el idioma.

En noviembre de 2002 ingresó en la residencia de las Hermanitas de los Pobres, donde tuve la ocasión de charlar con él. La memoria de aquellos años me trae recuerdos de una persona tranquila, comprometida, llena de vida y sobre todo ligera de equipaje.

«Terminar mi vida aquí me parece consecuente. He querido vivir la vida de los obreros y ahora comparto la de la tercera edad», decía sereno. Descanse en paz.