­­Corría el minuto dos de la visita del rey Felipe VI al Museo de Málaga en el Palacio de la Aduana. La fila de coches blindados acababa de barrer Cortina del Muelle y la avenida Cervantes se había convertido en territorio blindado. No había tanta policía y hombre con pinganillo por metro cuadrado desde el último periodo de captación del voto, en el que Mariano Rajoy tuvo a bien obsequiar al pueblo malagueño con una homilía electoral en el Teatro Romano. Era cuestión de tiempo.

Lo que dejó claro la visita de Felipe VI a la nueva pinacoteca fue que en Málaga no existe debate identitario y los cientos de malagueños que aguardaron durante horas la llegada del monarca así lo expresaron nada más pisar el asfalto. «Málaga quiere ver a su rey», espetó una señor por si hubiera alguna duda. Bendita paciencia, la suya, y la del resto de señoras que salían al paso para ver si podían estrechar la mano con alguien de semejante estatura monárquica.

Felipe VI llegó en uno de esos coches con las lunas tintadas, de los que dan bien en pantalla. En frente de la escalinata que da entrada al museo se bajó del coche con un movimiento que tuvo que ser elegante y muy del gusto de algunas señoras a juzgar por los piropos que le lanzaron. «Guapo, guapo», le gritaron algunas. Con estética casi de publireportaje de unos grandes almacenes, otro sentenció por quién pierde realmente los papeles más allá de su mujer: «Yo soy felipista y juancarlista». Los monárquicos son así, muy de monoteísmo.

Fiel a la todapoderosa retórica que acompaña siempre a una visita del Rey, éste se acercó a saludar al súbdito en plano de contrapicado, lo que provocó que varios de los presentes verbalizaran su españolismo: «Somos españoles, su Majestad».

«La popularidad tiene estas cosas», debió pensar mientras tanto Susana Díaz. Acostumbrada a estar siempre en el primer plano, aguardó paciente junto a Rosa Aguilar la llegada del Rey junto al ministro de Educación, Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo; la directora del Museo de Málaga, María Morente; el arquitecto Fernando Pardo, uno de los autores del proyecto de rehabilitación del inmueble; y demás autoridades locales.

María Morente ejerció de guía

La encargada de guiar a Felipe VI fue María Morente. Aunque entre tantas autoridades políticas parecía más bien una infiltrada. Francisco de la Torre no se despegó en todo momento y entró el primero junto al Rey, cuando hizo su primera parada técnica en las monumentales piezas arqueológicas de la Colección Loringiana, llamada así por haber sido reunida por los marqueses de Casa-Loring.

Visitó después las salas dedicadas a la prehistoria y al periodo fenicio, donde se exhibe la Tumba del Guerrero y su ajuar, del siglo VI antes de Cristo y hallado en 2012 en el centro de Málaga. Morente explicó que el Rey fue preguntando continuamente durante la visita sobre tema de pintura, de arqueología y del origen. Así le fueron explicando cómo se forman las colecciones, cómo arrancan del siglo XIX y se van constituyendo las dos colecciones con los dos museos, el tipo de depósitos que hay, la singularidad de que en Málaga se haga un Bellas Artes con un museo de arte contemporáneo, moderno, y no de arte religioso de desamortización.

Conversó también el monarca durante el recorrido tanto con De la Torre como con Elías Bendodo, por lo que tampoco quedó muy claro si está a favor de una cesión de poder anticipada o bien prefiere que el alcalde agote su mandato.

«Ten cuidado, si te vas a Madrid, tu hundimiento», le advirtió Íñigo Méndez de Vigo a Susana Díaz la última vez que los dos coincidieron en la inauguración del museo el pasado mes de diciembre. Nada que ver con lo de ayer, cuando ambos aprovecharon un hueco para apelar a la fraternidad institucional y anunciaron que el impertinente problema de los estudiantes de la FP que se habían quedado sin beca, se había resuelto.

Hablar del Museo de Málaga es hacerlo también de Enrique Simonet. Tanto tiempo vivió en la capital que, a pesar de haber nacido en Valencia, se considera como uno de aquí. En el ambiente había cierta expectación por ver si el cuadro era del gusto.

Ahí apuntalado, bajo estricta supervivencia de una suerte de guardia real, los fotógrafos esperando aquello que el destino les iba a poner entre el objetivo. La idea de dejarse lo mejor para el final funcionó. El Rey dejó escapar un suspiro de admiración al ver el lienzo más emblemático del museo, ¡Y tenía corazón!, del valenciano Enrique Simonet, cuyo protagonista sostiene en su mano el corazón durante la autopsia de una joven que yace en una mesa. Es Simonet un poco el Mark Ryden del Museo de Málaga porque sabes que va a gustar a todo el mundo.

Felipe VI y su séquito acabaron la visita en el almacén visitable, una experiencia pionera emprendida por el Museo de Málaga.

La directora del centro explicó después que el Rey se mostró «muy activo e interesado, preguntando por muchas piezas», tanto de la sección de Arqueología como de la de Arte, y fue informado sobre la formación de estas colecciones desde el siglo XIX.

También se le detalló el proceso de rehabilitación del Palacio de la Aduana, que ha tenido distintos usos a lo largo de su historia, el último como Subdelegación del Gobierno.

El Rey preguntó si los responsables del museo aún mantienen contacto con los miembros de la plataforma ciudadana que reclamó, finalmente con éxito, el uso museístico para el Palacio de la Aduana. «Le hemos explicado que algunos miembros de la plataforma estuvieron en la inauguración, e incluso antes fueron los primeros en visitarnos, y le ha complacido», dijo María Morente.

Por cierto, aseguraban desde el exterior que las señoras de la calle todavía seguían ahí y que se habían envuelto en la bandera. Estaba por ahí también una mujer de edad media con su retoño en los brazos y que protagonizó una estampa clásica en estos actos. «Aquí, mi hijo», le acercó al pequeño a Felipe VI.

No lo tuvo el Rey precisamente fácil a su salida para zafarse del clamor popular. Quizá también fue ese traje gris claro que, a conciencia cierta, siempre queda de pasarela a partir del metro noventa. Dos años después de acceder al trono, en Málaga, al menos, está plenamente consolidado.

Antonio, vecino de El Molinillo, le regaló al monarca una insignia con la bandera de España para que la colocara en su solapa. «He visto que no tenía y se la he dado», explicaba.

Al final todos contentos. Los ciudadanos que esperaban al monarca mostrando sus banderas, y los políticos satisfechos por que le hubiera gustado un museo por el que Málaga peleó durante 20 años.