Sigue el indulto a las luces. Con tenacidad gallipava. Sin escrúpulos fotosensibles. Haciendo de la calle Larios una diadema de bisutería, una cofia con trenzas para los borbones y para los ala-pivot, una incitación despresurizada para la gente del cobre, por si les da por cambiar de oficio. Málaga, frente al estupor, se ilumina. Y continúa con la iluminación, en plena promiscuidad macho de bombillas y motivos. Que el buen gusto de la Navidad, tan apocalíptico en esta tierra, se extienda como un maná por las llagas del tiempo. Y en esas estamos. A punto de matar al peatón por shock de epilepsia, de darle un moreno tipo Sierra Nevada, de ponerle en contacto con los selenitas.

Algún día las generaciones que nos sobrevivan pasearán por la calle Larios y les llegará parte del mito: allí abajo hace muchos años, según dicen la tradición, entre carteles de publicidad, toneladas de mármol y bujías existía un espacio. Una arteria, un paseo, lo que los gallegos y Machado llamaban una rúa. Pero eso se acabó. Y queda un engendro de solería pedante, un escaparate de asiento cabaretero en el que los árboles parecen condescendencias enanas y el Ayuntamiento da rienda suelta a la enajenación estética del barroquismo de saldo, a la chabacanería. Hubo un periódico de esta ciudad que se atrevió con el titular. «Rajoy colapsa la calle Larios». Y uno se pregunta, con permiso del presidente y de las luces, que a menudo no son lo mismo, cuándo esa calle está vacía, en qué fin de semana, en qué puente, en qué jueves de tiempo ocioso y tontorrón.

¿Habrá absolución definitiva? ¿Qué fue de la noche oscura del alma? ¿Seguirá la supernova de la calle Larios, el sol de casino y de ferretería? La prueba de que el Ayuntamiento está maduro es que su gestión se enquista en las metáforas. Y lo de la perseverancia con la iluminación suena ya a encarnizamiento semántico, a cosa repetida. Pocas imágenes resumen mejor y con tan escasa destreza simbólica la deriva que está asumiendo el centro: un barrio, por llamarle de algún modo, en el que ha cuajado una especie de normalidad de la excepción, de rutina hecha con lo que por su propia naturaleza cívica debería ser extraordinario. Allí la feria y la romería duran hasta que el cuerpo aguante, las despedidas de soltero son permanentes, la justificación en el consumo el argumento de vida cotidiano. La fórmula es redundante. Y conduce al fracaso. Si la carta del urbanismo no podía ser la única mucho menos las de la barra libre y la suspensión de la convivencia. Si se quiere vivir de la hostelería que sea por su oferta, no por la bula eterna y el exceso de permisividad, que lo mismo da para unas bombillas, que para las multitudes borrachas, que para financiarle con dinero público una terraza privada a un mesonero local. Dicen en el Consistorio que son conscientes del riesgo del centro y de su burbuja, que han tomado buena nota. Pero mientras llegan los clúster, los workshop, la pluricentralidad y los ungüentos teóricos más valdría apostar por la vía más limpia y sencilla de todas: la de las calles amables, sin excesos, la de la sensatez. Qué luces, qué sombras, qué ciudad.