Existen siete factores que favorecen la repetición de trombas de agua con efectos catastróficos en la ciudad. El primero de ellos es el clima, que favorece la formación de núcleos tormentosos y fenómenos de gota fría, desencadenantes de lluvias torrenciales; el segundo es la orografía, con fuertes pendientes que facilitan la rápida escorrentía de las precipitaciones, encausando en muy poco tiempo el caudal de los ríos. Sobre estos dos factores, poco hay que hacer.

A ello se añade la casi completa deforestación de las laderas debido a los usos agrícolas, ganaderos y madereros, que han contribuido a devolver el suelo a una etapa esquelética, con poca capacidad de retención de agua; el aterramiento de los cauces, que dificulta la evacuación cuando crecen tras las tormentas; la destrucción de la vegetación de la rivera, lo que contribuyen a que los márgenes sean más susceptibles de sufrir erosión; el proceso de crecimiento urbanístico histórico de la ciudad, que se ha realizado en gran parte en llanuras de inundación de los ríos, al ser terrenos llanos, y que en otros casos han cortado el desagüe natural de torrentes y arroyos; y, por último, el rápido crecimiento urbanístico de la ciudad en las últimas décadas, lo cual provocó que la red de drenajes pluviales se tornara insuficiente para absorber las precipitaciones de toda la superficie urbanizada.

Entre otras cosas, habría que reforestar los montes que rodean la ciudad y, en lo posible, restituir al medio natural las llanuras de inundación, aunque ello puede paliarse mediante obras de infraestructura hidráulica que aseguren el drenaje de los arroyos y eviten el anegamiento de estas zonas. No en vano, tras las inundaciones de 1989 se abordó un ambicioso plan de modernización de las redes de saneamiento y de pluviales.