­­Salvador Guzmán tiene el pelo blanco y el cuerpo encogido por la edad. Cuando camina, balancea ligeramente de un lado para otro porque tiene los huesos desviados. A sus 89 años, todavía le quedan fuerzas de sobra para cuidar a su mujer. Todos los días le prepara el almuerzo y ejerce de bastón por si a ella le flaquean los pies. Sus ojos azules son el interruptor de una mirada limpia que ponen en marcha un relato que corta la respiración. De un crimen perpetrado que se silenció durante mucho tiempo y que ahora se está quedando, poco a poco, sin sus últimos testigos.

Un relato de una masacre contada con voz firme y sin balbuceos, y en la que no hay sitio para el olvido pero tampoco para el rencor. La televisión británica le ofreció cuatro millones de pesetas por contar su vida y tuvo que ponerse serio. «Mi historia es la historia de mi dignidad y ésta no tiene precio», les explicó entonces, antes de ponerse delante de las cámaras sin pedir nada a cambio.

Cuando Salvador empieza a hablar, Coín se vuelve blanco y negro. El único ruido que se escucha ahora es el de las bestias que tiran del arado y el gruñido de los burros cargados de leña que son dirigidos hacia las panaderías. «Cuando yo era un nene, mis padres estaban acomodados. Tenían dos huertas a renta», recuerda. La vida, sin embargo, le golpea pronto y mal. «Veo a mi mamá ahora y la conozco porque la tengo ahí en cuadro, pero no recuerdo sus facciones», señala con el índice a un retrato amarillento de otra época.

El valor que tiene una madre lo aprendió cuando se quedó sin ella a los tres años: «Cuando jugaba con mis primos, nos caímos y nos peleábamos. Éramos nenes. Mis primos llegaban a casa y su madre les abrazaba. Qué te ha pasado, qué te ha pasado. Cuando me ocurría a mí, me hartaba de llorar sentado en lo alto de una piedra. Nunca tuve ese calor de una madre».

El umbral hasta la barbarie lo recuerda con su padre luchando para que los cuatro hermanos se respetaran el uno al otro: «Lo único que nos pidió, es que fuéramos personas honradas», repite. Con seis años, ni de lejos, se podía imaginar que la fecha del 7 de febrero de 1937 le iba a perseguir para siempre. «Yo era chico y no sabía en la situación en la que estábamos», asegura. No sabía que la trayectoria que va del golpista al dictador había cogido velocidad de crucero unos 12 meses antes, cuando el general Franco se granjeó el apoyo de la Alemania nazi en esos encuentros en la penumbra de Berlín.

Salvador se echa ahora para adelante y aspira, como quien está a punto de exigir atención. «Se han hecho auténticas barbaridades», anima a no olvidar. La juventud de hoy no sabe nada. Que la juventud no sabe nada, insiste. Ni la mitad de lo que pasó. Duda sobre si ha hecho más daño que se les negara la palabra durante mucho tiempo o el sonido de la campana de la transición.

Entrevista a Salvador Guzmán (I)

Entrevista a Salvador Guzmán (I)

Cuando está a punto de narrar una de las escenas más violentas y fatales de la historia de España, asoma la primera lágrima tímida. Sabe que los recuerdos duelen, pero eso le da igual y adopta un tono didáctico: «Qué falta os hace que os contemos lo que fuimos y lo que sois». Como a tantos miles y miles, a Salvador todo le pilló siendo un niño. «Mi papá fue primer teniente de alcalde de Coín en tiempos de la República. Él pertenecía al PSOE de Tierno Galván y en Coín ganó las elecciones el Partido Comunista», se remonta a aquellos años, en los que su madrastra acostumbraba a mandarle por las tardes al Ayuntamiento para que le llevara un cesto de comida a su padre. «Yo llegué con el canasto de comida, cuando mi papá me cogió de un brazo y me subió al salón de plenos. Ve a casa y le dices a mamá que junte lo más imprescindible que nos vamos de Coín», relata el prólogo de un viaje trágico que le iba a llevar a Almería. Una auténtica diáspora que luego se iba a conocer con el nombre de la carretera de la muerte o desbandá. Un término, el último, que pide desterrar para siempre. «Nosotros, los españoles de a pie, llamamos desbandada a la desbandada de pájaros, y nosotros fuimos seres humanos los que corrimos, no pájaros», precisa.

Entrevista a Salvador Guzmán (II)

Entrevista a Salvador Guzmán (II)

Rumbo a la trampa mortal

Alertado por su padre, volvió a casa y avisó a su madre. Horas más tarde, se encontraba montado en un vehículo que recuerda parecido a un 4L: «Íbamos diez en un coche que tenía cuatro plazas». Entre ellos, su padre y su madrastra, y los tres hermanos de Salvador. En la cortina del muelle de la capital, ya estaban preparadas las tanquetas y las ametralladoras. A la altura de la Alameda, el aviso de un guardia de asalto amigo: «Dio la coincidencia que era de Coín y conocía a mi papá. Entonces le preguntó, ´Pepe, dónde vas´. Mi padre le contesta que iba al Gobierno Civil». Pero los promotores del golpe ya habían zarandeado. «Sal de aquí cuando más pronto mejor, que yo no me voy con vosotros porque estoy luchando en las calles de Málaga», recuerda Salvador que animó a su padre a emprender la huida.

Nadie está entrenado para tanta concentración de brutalidad, pero la primera advertencia llegó pronto. A la altura de la plaza de los toros, cogieron dirección al Limonar. Cuando las carreteras no eran más que unas vías polvorientas llenas de piedras, el avance era tedioso. La carretera de Almería discurría entonces por un trazado más estrecho, que bordeaba la montaña. En los días previos a la toma de Málaga, se convirtió en la única vía no gobernada por las tropas nacionales. Al inicio del recorrido, Salvador vio acuchillada su inocencia por una escena que jamás ha conseguido borrar de su mente: «En una parada, contemplé a una familia. El padre, la madre, un nene y una nena. Este hombre, de pronto, se saca la pistola y mata a la mujer. Mata a la nena, mata al nene y cuando le echaron mano a él, se pegó el tiro». Fueron los primeros muertos que vieron la niña de sus ojos. En los próximos días se iba a acostumbrar a ellos.

Tan macabra como certera fue la encerrona orquestada, que su padre se veía obligado constantemente a detener el coche para despejar el camino. Cadáveres enteros, piernas y brazos se atrancaban bajo el carenado. Si Queipo de Llano había amenazado con estar preparado para merendar en la calle Larios, no era menos la fuerza armamentística que había desplegado la represión nacional para cortar la fuga. A la aviación italiana que escupía metralla, se sumaban buques de combate como el Cervera o el Canarias. «Cuando llegamos a la altura del Arroyo Jaboneros, nos divisa el Cervera y el Canarias. Los primeros proyectiles que tiran en España el Cervera y el Canarias, se lo tiran al coche nuestro», recuerda Salvador con precisión quirúrgica como su padre logró esquivar las bombas metiendo el coche en un corte que hacía la carretera a la altura de la fábrica de cemento.

Una ensaladera de sangre

Imaginaos 150.000 hombres, mujeres y niños, pide. «Os podéis imaginar cuantas criaturas son 150.000 personas en una carretera». Tres días estuvo sin comer hasta llegar a Almería. Pero el horror acechó de nuevo, cuando la Legión Condor vio en el último bastión de la República un banco de pruebas ideal para calibrar su fuerza balística. En Almería, Salvador fue separado de su padre y se refugió en una cueva. Malvivió con un puñado de niños que lograron escapar a los trenes y barcos preperados para trasladar a los niños de la guerra a Rusia o México. Durante tres años, el único viaje que hacía a diario era el que separaba su cueva de la estación de trenes para ver si su padre había vuelto del frente. Se le ilumina la cara cuando recuerda el 28 de abril de 1939: «Salvarillo, Salvarillo». El tono de voz más esperado. «Mi papá no mató ni robó, por lo que le dijeron que se podía acoger a la condonación que hizo Franco», recuerda Salvador.

Volvieron a Málaga para continuar luego hasta Coín. Al llegar a la estación de trenes, su padre fue traicionado por un conocido y encerrado ese mismo día en la antigua cárcel provincial de Málaga. «Durante cinco años, este que les está hablando a ustedes, llevando todos los miércoles un canasto con comida para mi papá. De todo lo que teníamos, todo nos lo quitaron», se lamenta. El día que se enteró que, finalmente, habían fusilado a su padre se derrumbó. Hubo una época en la que la dosis de ensañamiento había sido rebasada. Pero Salvador experimentó lo que era convivir con el estigma de ser el hijo de un revolucionario. «Fui sacado de mi cama a las cuatro de la madrugada, después de haber fusilado a mi papá, para aplicarme la ley de fugas», recuerda como les pidió a los agentes de la Guardia Civil que le «amarran como un cristo». Así logró esquivar el tiro en la nuca y cimentar su condición de superviviente.

Ver a Salvador ahora, cuando acaba de ser distinguido por la Junta de Andalucía, rodeado de los suyos, es ver a un hombre que ha sabido perdonar, y que siempre ha predicado con ejemplo. Cuando tres exiliados políticos de Francia le ofrecieron la oportunidad de vengar la muerte de su padre, declinó ir a por la «rata de alcantarilla». «No por cobardía», apuntilla, sino porque había visto de lo que es capaz el odio. Sigue la actualidad política y se muestra preocupado por la juventud. «No entiendo como no sale más a la calle. La situación se ha desmadrado», lamenta. Pide que se antepongan las personas a los partidos y le gusta recordar que «no es no» significaba no. Cuando algunos le quieren situar el debate en tiempos del pasado, se muestra firme: «Mire, yo soy republicano, mi vida me la podrán quitar, ahora, mis ideas no me las van a quitar», sentencia. No vaya a ser que a alguien le quede la duda.