Era una persona extraña. Difícilmente reconocible, aunque vistosa, con una apariencia que delataba su diferencia a cientos de metros de distancia, envuelta en otra piel, en otra expresión, en otras ropas. Marbella, pese a las prisas del turismo, aún no había transformado su paisaje humano, dejando totalmente a la vista las costuras de dos mundos que se imbricaban por primera vez en la historia: el de los ricos y los extranjeros y aquel otro de tez labrada y laboriosas horas frente al sol, el de los pescadores, el hambre, las plazas polvorientas. En esas mismas calles, veinte años antes, la llegada de una princesa habría avivado la memoria medieval de enfermedades extinguidas, de pasos en carroza frente a criaturas desdentadas, una de esas escenas que en el cine se representa en blanco y negro y con mucho tópico, sin que hubiera más interacción posible entre la nobleza y el pueblo que la arrogancia servil de la tropa de guardias y subalternos.

Las fotos que se publicaron en la prensa inglesa, fechadas en mayo de 1963, describen con precisión quirúrgica la estampa: un hombre con boina y ropa de labriego llevando de la mano a una niña y mirando con indiferencia, un grupo reducido de mujeres aplaudiendo, el refugio de la piedra, las palmeras. En el centro de la imagen, Alejandra de Kent, la nieta del rey Jorge V y su marido, exhibiendo una felicidad que, por fresca e insólita, parecía norteamericana, muy de la década anterior, de la época de los tupés y de las mujeres sonrientes de los anuncios de electrodomésticos. Habían llegado en un descapotable blanco. Directos a la iglesia de San Pedro Alcántara. Apenas siendo identificados por el cura. Hasta que se corrió la voz, que pronto saltaría a los periódicos nacionales.

En Gran Bretaña no existía tanta indulgencia. Al menos, entre los políticos laboristas, que consideraban de muy mal gusto incluir a un país fascista en la ruta del viaje de novios. Hablar de itinerario, en este caso, es exagerado. La princesa, después de conocer Marbella, no quiso ir a casi ninguna parte, iniciando un noviazgo con la provincia que no entendería de sistemas de organización, por muy cruentos que fueran, ni del paso de los años. Conocida es su imagen en la gala de la Cruz Roja de 1984, cortejada por Antonio El Bailarín, que estuvo a punto de arrancarla a compartir escenario bailando por bulerías. La distancia de esa imagen con la anterior, la de San Pedro, de más de dos décadas, refleja la fidelidad de la aristócrata, que no se redujo ni cuando los lugareños empezaron a perder ingenuidad y a subirse a las motos con gafas de sol armados de los royalties del chismorreo y de cámaras de fotos.

En esa primera visita, la de la luna de miel, Alejandra de Kent no tenía ninguna necesidad de ocultarse. Sin embargo, se mantuvo discretamente fuera de foco, en gran medida por una predilección personal que nadie puede reprocharle: la de disfrutar de una Costa del Sol incipiente que se batía con mayor brío entre amplios jardines, a puerta cerrada. Ni la princesa ni su marido cruzaban nunca la entrada arbolada de los hoteles: iban de finca en finca, invitados por compatriotas y nobles. Uno de ellos el decorador Jaime Palardé, que la invitó a su villa, Alcuzcuz, pero también hubo tiempo para el Marbella Club y los Hohenlohe. Y para la finca El Retiro, en Churriana, donde la pareja recibió el último festín de agasajo, antes del camino escoltado al aeropuerto.

En ese palacete, utilizado en su día por Fray Alonso de Tomás, el bastardo ordenado de Felipe IV, Alejandra de Kent tuvo que sentir el reconocimiento previo a la nostalgia; alguna sensación cifrada entre surtidores y estatuas de ninfas que la haría volver en varias ocasiones durante las décadas siguientes. Siempre con un presupuesto que le daba para algo más que unas calamares a la romana encharcados en tomate. Sobre todo, si se tiene en cuenta la jugosa cuantía mensual que hasta hace muy poco le tenía asignada la corona. La princesa, hija de Marina de Grecia y Dinamarca, está muy bien vista por lo suyos por las tareas que asumió durante la juventud de su prima, la reina Isabel II. Se sabe en todas partes menos quizá en España: los desvelos monárquicos, convenientemente mullidos y paradisiacos, suelen pagarse con generosidad. Quién puede afirmarlo: acaso parte de las libras que los hijos de la princesa se dejaban en sus escapadas a Puerto Banús compartían monedero en origen con el presupuesto para ginebra que según la prensa inglesa sale cada año con puntualidad del palacio de Buckingham. Un privilegio muy daiquiri, veraniego, que en el caso de Alejandra de Kent dejó imágenes memorables. Algunas, incluso, literarias, como las que le dedicó Francisco Umbral, que alabó su belleza, cosa poco común en el escritor, tan atento en su lado esteta a la arruga fina y las maceraciones implacables de la carne. Una pena la indiscreción del bodorrio de Guillermo; quizá sin tanta foto la princesa podría pasearse por ambientes castizos sin demasiado escándalo, confundida en la jerga de escoltas y sombreros con la que se reviste la fama.