No tengo el gusto de conocer al propietario de ningún ático del paseo de la Farola. Ya me gustaría, pues las vistas desde ellos deben de ser magníficas; pero se trata de una mera suposición ya que al ser privados nunca he estado en uno de ellos. Más fácil es certificar la veracidad de esta afirmación del presidente de la autoridad portuaria: «La ciudad tiene una fachada marítima espléndida, una bellísima perspectiva que no se puede apreciar ahora mismo y que desde el hotel sí podrá ser apreciada»; alude, claro está, al rascacielos proyectado en el morro de levante. En realidad cualquier malagueño de cierta edad podría confirmarlo; antes de la prolongación del dique era posible llegar en coche hasta la bocana, pedir una hamburguesa en el puesto ambulante allí situado y disfrutar de esa vista «bellísima». No era demasiado glamuroso, claro está, pero el recuerdo de aquella experiencia persiste décadas después. Ahora hay en ese lugar una estación marítima que imposibilita esa visión.

Con las obras de ampliación del puerto también surgió allí una explanada en la que la ciudad soñó con construir un gran equipamiento público, quizá su auditorio, que recuperase ese mirador. Muchos reconocieron la oportunidad que ese espacio representaba, como por ejemplo Aesdima. ¿Recuerdan la visita fugaz y posterior estampida de Frank Gehry? Pero se alegó en aquel momento que construir en ese sitio no era factible, ¡suponía cimentar en alta mar! Y el acceso planteaba problemas irresolubles, ¡menudos atascos se formarían! Años más tarde parece que un hotel dotado con un casino y salones de aforos multitudinarios no presenta tales inconvenientes. Se trata de una torre cilíndrica de 135 metros de altura con 350 habitaciones que se ha topado con la oposición de un movimiento ciudadano bajo el lema «defendamos nuestro horizonte».

Hay que admitir que es un buen diseño. Al menos todo lo bueno que puede ser un proyecto con esas premisas de partida. El problema es que no se puede depositar en la arquitectura la responsabilidad de enmendar cuestiones previas que le son ajenas y que convierten la ecuación en irresoluble; lo hemos visto antes en Hoyo de Esparteros; el problema es que ciertos aspectos del planeamiento no se planean (valga la redundancia) desde las necesidades de ésta y de sus habitantes sino que se modelan en función de determinados intereses privados. El proyecto responde al lugar con la escala que éste requiere, y el lugar asignado no es el apropiado. Nadie se pone a ver la tele y coloca una garrafa de agua delante de la pantalla, por muy bonito que sea el envase. Existe el precedente del hotel Málaga Palacio: hay un sentimiento bastante unánime de que es un diseño notable de edificio que, sin embargo, sería mejor que no existiese, porque arruina la visión de la catedral. La terraza del Málaga Palacio ofrece unas vistas maravillosas porque es el único punto de la ciudad desde el que no se ve el Málaga Palacio.

Los viajeros del pasado recogían en sus crónicas de su paso por Andalucía los monumentos y vestigios de su esplendor islámico: Granada, Córdoba, Sevilla. De Málaga, en cambio, no solían destacar las creaciones humanas sino su privilegiado emplazamiento, una ciudad con su caserío suspendido entre el mar y las montañas que le sirven de fondo, en el centro de una bahía que describe un suave arco entre las puntas de Torremolinos y el Cantal. Con su puerto en el centro, donde convergen todas las miradas. A algunos de ellos, como a Louisa Tenison, a mediados del XIX les sorprendía la modernidad de sus numerosas industrias y su dinamismo comercial, pero lo que les subyugaba eran los tonos pardos y rojizos que adoptaban las colinas circundantes con los últimos rayos del sol.

Málaga se ha desarrollado desparramándose hacia poniente desde un núcleo primigenio junto a Gibralfaro, monte que es la referencia totémica que la ciudad adopta como símbolo, presente incluso en su escudo. También es el protagonista indiscutible de todas las pinturas, dibujos y grabados que la representan. La imagen de la ciudad respeta esta progresión que va acumulando hitos: catedral, chimeneas, torres de apartamentos; un crescendo que irradia desde las laderas de la Alcazaba en dirección oeste, una imagen hoy maltratada que corre el riesgo de sufrir una estocada en su punto más sensible.

Un paisaje no es un lugar geográfico: se trata de una construcción cultural que permite que un escenario despierte emociones porque el observador posee la sensibilidad o bagaje cultural necesarios para interpretarlo, aunque haya personas que puedan permanecer ajenas al espectáculo que se despliega ante ellos. No son valores que el territorio posea per se sino que están en los ojos del que mira. Para ilustrar el concepto se suele contar una anécdota protagonizada por el militar prusiano Alfred Von Schlieffen, nada menos que el autor del plan de invasión de Francia en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Cuando viajaba en tren junto a un oficial de su estado mayor, éste le señaló la belleza del panorama que se desplegaba ante ellos: el valle del río bañado por la luz del alba. El viejo general respondió con desdén: «¡Bah! Carece de valor estratégico». En el caso que nos ocupa, quizá no seamos capaces de valorar suficientemente los valores paisajísticos de nuestra ensenada, pero al menos deberíamos calibrar en términos estratégicos el menoscabo severo e irreversible que supondrá el enorme artefacto en el punto más visible de todo el arco costero. Porque, como nos enseñaron los viajeros románticos, el paisaje es un valor estratégico de nuestra franja litoral.

Trescientas cincuenta habitaciones van a disfrutar de una panorámica bellísima. A cambio, seiscientos mil habitantes y muchos más visitantes van a tener que padecer una fea intrusión en su panorama cotidiano. Quizá algún lector pueda permitirse costear una de las futuras suites y disfrutar las vistas. Otros no podremos evitar que la torre nos parezca un dedo corazón haciendo un gesto internacionalmente reconocible, a modo de recordatorio del equipamiento público que pudimos tener en el morro de levante y que se desechó por técnicamente inviable.