Maurice Ravel, uno de los compositores más influyentes y originales de la música contemporánea, visitó Málaga en noviembre de 1928, invitado por la Sociedad Filarmónica. En octubre había terminado de componer su más celebrada y reconocida obra, el Bolero, hecho a medida de la bailarina Ida Rubinstein, que lo estrenó en la Ópera de París el 22 de noviembre ante un auditorio asombrado. Mientras que el estreno parisino se convirtió en un fenómeno musical, en el punto de partida de una nueva concepción de la composición, la actuación de Maurice Ravel en Málaga no disfrutó del mismo éxito y reconocimiento.

1928 fue un año intenso en la vida del compositor francés, nacido en el sur de Francia de madre vasca. Por eso Ravel amaba tanto a España, donde buscó la inspiración para muchas de sus más aclamadas creaciones. Hay que mencionar también la amistad con Manuel de Falla: gracias a ella se prodigaron los viajes por España -hizo al menos siete a lo largo de su vida- y precisamente por esa intensa relación de admiración mutua se pudo llevar a cabo la larga gira de noviembre de 1928 que le condujo a Bilbao, Pamplona, Zaragoza, Valencia, Granada, Málaga y Madrid.

Entre enero y abril de ese mismo año Ravel había realizado una gira triunfal por los Estados Unidos, donde tuvo la oportunidad de conocer a George Gershwin, que le pediría incluso recibir sus clases, a lo que se negó el maestro para evitar que aquél «perdiera su espontaneidad». En octubre sería nombrado Doctor Honoris Causa en Música por la Universidad de Oxford. A mediados de ese mes dejaría lista la partitura del Bolero. Y desde el 10 de noviembre se lanza a recorrer España, acompañado por la cantante Madeleine Grey y el violinista Claude Levy, tocando él mismo el piano.

Su visita a Málaga fue todo un acontecimiento. Invitado por la activa Sociedad Filarmónica, su recital tuvo como escenario la sala del Conservatorio María Cristina. La prensa de la época recogió tan distinguido evento. El día 20 de noviembre el Diario de Málaga recogía en portada el programa del concierto, que se celebraría esa misma noche a las nueve y media. Por su parte La Unión Mercantil, en su página 12, destacaba lo siguiente: «Maurice Ravel es nuestro huésped. La serie de éxitos artísticos que esta culta Sociedad acumula en su brillante historial se ve acrecentada hoy con una firma del más alto relieve y del más sólido prestigio. Mauricio Ravel, orientado en su estilo peculiar e inconfundible, es, sin duda, el compositor del siglo. Discutido o no, con páginas plenas de inspiración, de armonía original, sui-géneris y completamente raveliana, su música es imprescindible en recitales y conciertos de buena talla». Los avisos del cronista sobre la vanguardia musical que representaba el compositor francés suponían un certero e ingenuo presagio de la sorda tormenta que se acercaba.

El programa del concierto, dividido en dos partes, incluía piezas como La tumba de Couperin, La hora española, Sonata para piano y violín, Habanera, Tres melodías hebraicas y Pavana para una infanta difunta. Marcel Marnat, uno de los más destacados biógrafos de Ravel, cuenta en su libro que el público fue abandonando la sala de conciertos a medida que iba comprobando que la música no coincidía con sus gustos, y que ya al final, cuando los tres solistas estaban prácticamente solos, Ravel remarcó a Madeleine Grey que apreciaba un auditorio capaz de tener el coraje de seguir sus convicciones. No consta otra reacción similar del público durante su gira española.

La crítica del concierto malagueño se publicó en La Unión Mercantil el 22 de noviembre. Su autor fue el joven Ricardo Ansaldo, quien tendría entonces 24 años, de quien Elías de Mateo nos ha revelado que fue «un músico y creador plástico polifacético, muy popular en Málaga durante los años treinta, cuarenta y cincuenta» del siglo XX. «Profesor de piano interino y gratuito en el Conservatorio Superior de Música, sus dibujos y acuarelas le proporcionaron una gran fama dentro y fuera de nuestra ciudad».

La reseña de Ansaldo, que incluye una entrevista con Ravel, proporciona una buena impresión de lo que se pudo vivir aquella noche en el Conservatorio María Cristina: «Se nos presentaron en la tribuna de la Filarmónica, en la noche del martes, Pierrot, Arlequín y Colombina, personajes obligados y necesarios en todo Carnaval; personajes pintorescos en extremo, originales. Pierrot, no vestido de sedas blancas, plumas y golas negras, sino de frac impecable, correctísimo, disfrazado de pianista de Ravel, de pianista para tocar sola y exclusivamente Ravel. Arlequín deja sus ropas de multicolores triangulitos, y vístese de concertista de violín, bueno, bastante bueno. Y Colombina, deliciosa y enamorada, se nos presenta en el escenario ocultando su personalidad picaresca y cambiándola por lindo disfraz de cantante guapa, seriamente guapa».

No hay la más mínima mención a la música en la reseña de Ansaldo, que en la entrevista a Ravel declara su amor por Weber, Chopin, Liszt y Schumann. Su artículo termina así: «A pesar de todo, no rebajo en lo más mínimo de acontecimiento la estancia de Ravel entre nosotros».

No terminarían aquella noche las penalidades malagueñas de Maurice Ravel. En Málaga los músicos serían agasajados por la directiva de la Sociedad Filarmónica y destacados miembros de la colonia francesa. Hay fotos del encuentro, publicadas por ejemplo en La Unión Mercantil (21 de noviembre) y también en La Unión Ilustrada (2 de diciembre). Más tarde, ya en Francia, escribe una carta a su amigo Roger Haour (recogida por Arbie Orenstein en su estudio sobre la correspondencia del músico francés) en la que se lamenta de un enfriamiento cogido «bajo los cocoteros de Málaga», refiriéndose sin duda a las palmeras tan abundantes en los barrios más pudientes de nuestra ciudad. La humedad litoral traicionaría al compositor francés.

El silencio en torno a la presencia en Málaga de un músico de la altura mundial de Maurice Ravel sólo puede interpretarse desde la vergüenza colectiva. Posiblemente Ravel aún estuviese en Málaga, o quizás ya camino de Madrid, cuando se estrenó su obra más universal e imperecedera en la Ópera de París. Abandonado por el público malagueño, tuvo sin embargo la educada cortesía de reconocer su coraje. Aquella noche también forma parte de la Historia de Málaga. Ilustra muy bien la personalidad de nuestra ciudad, su idiosincrasia, simultáneamente incapaz de retener su alma y de abrirse al futuro, siempre diletante.