Son tres cifras casaderas, casi de ambición musical, con amplio sentido de la casta y de las relaciones familiares. La aristocracia, por antigüedad, entre los pares. Un dos que se hace cuatro y que vuelve al dos, una suma que, en conjunto, y con la coma retraída, da fácilmente para un buzón privilegiado, de gran avenida entre los chopos. 2,42. 242. Algo entre la dirección de verano de Reagan, una misteriosa habitación de hotel o la primera línea de un tango. Con una literatura a cuestas que para el olimpismo, siempre tan concreto, va asociada a la historia de un vikingo. Y concretamente a la de un salto, el de Patrik Sjöberg, el primer hombre de la tierra capaz de planear como un ángel, el de la amplia melena rubia, el saltador de los 242. Una marca que todavía hoy nadie ha alcanzado en Europa. Y que solamente rebasó Sotomayor, en la época en la que rivalidad entre ambos convirtió a la modalidad en una especie de Fórmula 1 para pobres; el deporte a que todo el mundo atendía, preferentemente cuando se aburría del fútbol, en las tardes panza arriba del verano.

La mayoría de los especialistas coinciden: el salto de altura difícilmente vivirá un momento de gloria como el de finales de los ochenta. Ni por las gestas, aún sin remolcar, ni por el carisma de sus principales estrellas, que en Europa se concentraban en Sjöberg. Un tipo con pinta de guitarrista de Guns n´ Roses, al que los dos metros le resultaban extrañamente ligeros. Y que en la Costa del Sol debía de despertar tanta sorpresa como un matrimonio masai. Sjöberg tenía los pies en el suelo. Pero como Thor, era un dios huidizo, de mucho brinco escandinavo. Y al que durante décadas era más fácil ver en una piscina de Málaga que en un caserón de Suecia, hecho al sol de invierno, como una especie autóctona. Si el deporte hubiera tenido entonces tanto olfato como ahora para el espectáculo seguramente alguien le habría propuesto para hacer las pruebas con el Unicaja. Y no porque supiera encestar, sino por ser una presencia constante. Especialmente, en los grandes hoteles y en las pistas de la costa, donde acostumbraba a pasar muchos meses. Primero para que el frío no interrumpiera su entrenamiento, y, luego, seducido por el turismo y los cantos de sirena del Mediterráneo. Al igual que otros muchos compatriotas, Sjöberg era de esos que en cuanto caía la nieve en Estocolmo venía a prepararse a España. Desde antes, incluso, de convertirse en un ídolo, con la niñez aún troquelada a destajo, partida por la marcialidad insensata y de campamento que suele distinguir al deporte de élite desde sus primeros años.

«Siento que el dinero entró demasiado rápido a mi vida y eso me hizo daño», diría el atleta. Sin apenas tiempo para darse a la filosofía, Sjöberg se acostumbró durante largas temporadas a ir de la Costa del Sol al récord, a una carrera exitosa en la que, además, consiguió convertirse en el primer saltador en obtener la medalla olímpica en juegos diferentes. Aquí tiraba mucho en su época en activo de las instalaciones del Atalaya Park, en Estepona, que más tarde compaginaría con un refugio personal y hecho a medida en Marbella. El gran vikingo rubio no tiene pelos en la lengua. Y si se le pregunta por la provincia dice de todo: desde arrebatos nostálgicos y pastoriles a descripciones de excesos que harían palidecer los relatos de un veterano sobre los días de juerga en Saigón. A Sjöberg, famoso y acaudalado, le tocó bailar con la Marbella de la contradicción, el anonimato y los campos deportivos mezclados con la canalla nocturna de los noventa, la que no aspiraba al diploma olímpico, ni siquiera por la vía del desguace, echando a bregar a la escolta, tan exigida por unos y por otros en los años aciagos del GIL.

Muchos años después, el atleta lo reconoció: fue en las fiestas de la costa cuando empezó a coquetear con las drogas, que, en su caso, llegaron después de la jubilación. Un tiempo especialmente confuso para el saltador. El dinero cazado en las alturas atrapado en el subsuelo, a una velocidad y con una cantidad de negocios inciertos que el propio Sjöberg, ya recuperado, resume con humor. «Me dejé muchas miles de coronas pagando multas a conciencia porque no quería perder el tiempo buscando aparcamiento». Un gigantón convertido en juguete roto, con un pasado en el que no todo fue triunfal, con episodios realmente penosos. Especialmente, en la infancia, cuando según sus propias memorias llegó a ser incluso víctima de abusos por parte de su entrenador. Ahora, Sjöberg, reflexiona como un rockero con cicatrices, conocedor de lo mejor y de lo peor, del precio de la fama. Con su salto de 1987 todavía intacto, ensayado una y otra vez frente al mar de Estepona, Del landismo, de la fisonomía chaparra, a un vikingo con melena haciendo que sonara el himno de Suecia cada vez que llegaban los meses de competición. Todo brota en la costa. Las malas, las buenas hierbas. Una leyenda de invierno, un campeón.