Uno se imagina a un tipo muy delgado, con pinta de romperse en mil pedazos, cruzando con aire despistado el vestíbulo del aeropuerto. Un guiri sin atributos, ni demasiado rubio ni con la piel inflamada, provisto quizá de gafas y camisa de mormón. Alguien a quien nadie en su sano juicio relacionaría con el músculo ni con los superhéroes. Ni siquiera en su época más paródica y setentera, cuando los hombres de acero bebían cerveza y se metían en cabinas disfrazados de Pío Cabanillas para salir en pijama y con la fuerza de un destructor. Lorenzo Semple Jr., hasta entonces un guionista neoyorquino apenas conocido, caminaba por la pista de Málaga, buscando su chárter entre pícaros locales y marines medio borrachos, tal vez sin saber, pese a su determinación, que en la maleta que portaba, junto a la ropa, el pasaporte y las revistas, se ocultaba lo más parecido que ha visto la costa nunca al nacimiento de un icono pop. Un traje de murciélago insinuado en pequeños garabatos y en frases mecanografiadas, la génesis de Batman, el personaje de cómic que se convertiría en tiempo récord y desde ese momento en una referencia mundial.

Lorenzo Semple Jr. no fue nunca el padre de Batman, pero sin él quizá el superhéroe no habría logrado salir nunca de Gotham. Y, sobre todo, llegar a la televisión. Fue su adaptación, creadora de toda una estética, la que demostró, tras muchos intentos infructuosos, que la gente del tebeo también tenía sitio en el mercado de Hollywood. Y, además, abriendo la veta para un fenómeno que acabaría siendo de masas, con una serie y una primera película que todos los nacidos en los setenta y en los ochenta guardan en su memoria: la de dos tíos, Batman y Robin, desinflados y torpones, más cercanos en sus disfraces a una fiesta demente de pijama que a la exigencia atlética que suele reservarse en el cine para la lucha contra el hampa.

El murciélago era querido. También en España, un país en el que en esa época, la de mediados de los sesenta, entendía la malla en el hombre como un complemento de respuesto únicamente tolerable entre los miembros de la tuna. Y que, contra todo prejuicio, tuvo, según confiesa el escritor, un papel esencial en la gestación de la producción. Aquel vuelo de Lorenzo Semple Jr., con el capítulo piloto en la maleta, no fue fruto de una de esas carambolas de verano que tanto favorecen a la Costa del Sol. Si el guionista volaba desde Málaga era porque vivía en Málaga. Concretamente en Torremolinos, adonde se había trasladado con la familia en busca de un alquiler barato y de tranquilidad para escribir. En principio, una obra de teatro. Hasta que recibió la llamada y el encargo que cambiaría su vida. Y que le llevaría a la postre a abandonar su residencia en la provincia.

De no haber triunfado Batman quién sabe si los Semple no seguirían todavía por la costa malagueña. Aquí fue donde concibió la adaptación de Batman. Empapado de sangría, sin presiones de ejecutivos, en una casa que no disponía de teléfono. Y desde la que enviaba por correo ordinario sus propuestas para sacarle dinero a los inversores de Hollywood. En el caso de Batman, el camino desfiló a la inversa. El productor Bill Dozier le había enviado un telegrama citándole en Madrid. Se vieron en los jardines del Ritz. De nuevo, entre vasos helados de sangría, el ingrediente que, según contaba, daría alma y desparpajo a todo el proyecto. Y que empezó en ese mismo encuentro, cuando Dozier se sacó del bolsillo un cómic y lo arrojó sobre la mesa. «Me han pedido que hagamos esto». El escritor, fallecido en 2014, ni se pensó la respuesta. Volvió a Torremolinos y empezó a rellenar folios y jarras con mucho hielo. Se le ocurrió el recurso de las onomatopeyas. ¡Bam! Y lo del prefijo ´bat´ (batmóvil, batcueva) para que el superhéroe se enseñoreara rítmicamente de las cosas. Y los diálogos de Joker.

Batman, en suma, en tres dimensiones. Al principio bajo el escepticismo de la cadena, que decidió seguir adelante con la serie por falta de alternativa y para no alterar la programación. Todo un ejercicio de perspicacia. Sobre todo, porque el proyecto de Semple y Dozier no sólo no se desempeñaría como artículo de relleno, sino que alcanzaría un éxito instantáneo, de pegada universal. Una buena noticia para el guionista que, lejos de cambiar su vida, planeó seguir con lo mismo: metiendo paquetes en el correo y escribiendo en Torremolinos. Fueron las peticiones de Hollywood las que le hicieron marcharse. Muy a regañadientes, dejando quizás en el aire la estela de un foco invisible con la silueta de un murciélago. Semple, sin embargo, no se olvidaría de su refugio de superhéroe. La Costa del Sol está en deuda con él. Por Batman y por Raquel Welch, que, en última instancia, visitó Mijas gracias a uno de sus guiones. El escritor neoyorquino guarda otra conexión bizarra, la de la versión cinematográfica de Papillon, la novela de Henri Charrière, amigo legendario de Torremolinos. La tierra del Batman pensado a la flamenca, pleno también a la luz del sol, con un faro distinto al de Gotham.