Cristina Luna Román murió a las dos horas de nacer. O eso le dijeron los médicos a sus padres, Soledad y Antonio. La breve historia de esta pequeña de tez blanca y sonrosada se resume, para su familia, a un parto complicado con muchos dolores y al posterior anuncio de su muerte.

Durante décadas, el nacimiento de la pequeña Cristina en una madrugada fría de enero fue tabú. Pero que en aquella casa del barrio de La Luz no se hablara de la primogénita no significa que su historia no conviviera con ellos. Fue un mecanismo de defensa. Como si evitar mencionar su nombre hiciera que aquello no hubiera ocurrido. Pero sí, era una mala pesadilla de la que sus padres aún no han despertado.

Fue una noche, mientras cenaban viendo la tele, cuando aquel oscuro y doloroso recuerdo salió a la luz. Soledad y Antonio se llenaban el estómago cuando en ´Quién sabe dónde´ oyeron un caso similar al suyo. Pese a eso, lo guardaron para sí, no sin el estupor propio de una revelación. Una semana después, otra vez ante el televisor, Antonio cogió papel y lápiz y apuntó el teléfono. «Nena, llama».

«¿Para qué, no viste a la niña muerta?», espetó Soledad a su marido que, cabizbajo, le reconoció que no y que, por exigirlo, casi acaba en el calabozo por algo que hoy sería impensable. Eran otros tiempos.

20 de enero de 1979. Soledad Román se pone de parto, solo nueve meses después de haberse casado con Antonio a los 16 años. Ambos eran de Puente Genil, pero ya vivían en Málaga. Soledad relata su primer parto como si se hubiera producido ayer. Es una de las cosas que una mujer arrincona en su mente para que no se le olvide: la naturaleza y el amor se dan la mano cuando se trae una nueva vida.

Puede describir hasta la conversación que las matronas mantenían entonces. Incluso el largo y el rojo de las uñas de una de las dos mujeres, con acento del Norte. «Me pincharon para relajarme y ya me quedé grogui», cuenta Soledad, que recuerda minuciosamente cómo le cortaron el cordón umbilical a su hija Cristina, que nació con labio leporino. «Le pregunté a la matrona que qué le pasaba a mi niña y me dijo : tú no te preocupes que le damos dos puntos y no hay problema ninguno», relata la mujer. «Pesó 3.600. Era blanquita, pelona y estaba llorando. Un bebé recién nacido».

Ahí empezaron sus problemas. Un hombre con bata y gafas de sol -extremo que llamó su atención, pues eran las dos de la mañana-se acercó hasta ella. «Soledad, tu niña está muy malita. Pídele a Dios que se muera porque si no se te va a morir en el primer resfriado que tenga, tiene una afección cardiaca», cuenta. Afloran las lágrimas cuando recuerda que, al cabo de media hora, el médico -supuesto, añade ella- volvió para decirle: «Soledad que tu niña ya se ha muerto. Dale gracias a Dios». «Yo ya no dije nada, yo creo que ni lloré. Me quedé en shock y así estuve meses, hasta que nació mi hijo mayor», relata.

Recuerda como desde aquel día fabuló con cada niña de edad similar a la de Cristina. A todas les miraba el labio, para ver si tenían una cicatriz. Cada vez que sonaba el timbre de su casa pensaba que se la devolvía alguien. «Pero me contestaba a mí misma, ¿estás loca? Si está muerta», cuenta.

Hasta que su marido, aquella noche de hace no demasiados años, le admitió con el televisor aún encendido que creía que habían sido objeto de la trama de bebés robados, porque nunca vio el cadáver de su bebé. «Cuando le contaron que la niña estaba muerta dijo que quería verla. Y le dijeron que era muy desagradable, que no. Como él insistió, le insistieron en que no estaba bien enseñarla», relata. No contento con eso, Antonio Luna volvió a la mañana siguiente para exigir ver a su niña y, según señala Soledad, le espetaron que o se iba a llamaban a la Guardia Civil. «El pobre se fue por donde había venido», admite.

En casa de los Luna Román nacieron después tres niños más. Pero Soledad siempre sintió que otra hija, Cristina, estaba fuera, lejos del hogar al que realmente pertenecía. «Hace 38 años que siento esto en lo más profundo de mi alma, y mi marido igual. No sé si es por no haberla visto muerta o porque no lo está», confiesa la mujer que, aún así, siempre ha creído que les engañaron.

Pero la mala fortuna volvió a cebarse con ellos cuando, tras denunciar, y al reclamar ante el juez la apertura de la tumba de su hija, descubrieron que esta ya no existía. «Estaba en San Rafael, en una fosa en el suelo. Ahora hay un parque, nunca podremos saber si hay restos y, si los hubiera, si son de ella», cuenta.

Además, los papeles relativos a la defunción de su pequeña y a su parto en el Hospital Carlos Haya ya no existen. «Me dijeron que se habían perdido en las inundaciones del 89 pero qué casualidad, los de una amiga que parió el mismo año sí están», señala la mujer, que está segura de que aquella documentación nunca existió, al igual que el nombre de aquel médico, ilegible, y cuyo número de colegiación descubrieron como falso al indagar.

Soledad espera que en el futuro pueda encontrarse con su hija. «Solo le pido a Dios que quien la tenga la haya querido mucho, que sea feliz, como lo han sido mis niños», asegura la mujer, que espera que algún día su caso, como el resto, se resuelva, y que su hija nunca piense que su madre la abandonó. «Solo sé que en algún lugar del mundo hay una cosita mía».

Legajo de aborto

Muerte.

Al tratarse de una muerte a las horas de nacer, entonces se consideraba que el bebé era un aborto, y como tal se refleja en los documentos.

Registro Civil. La familia dispone de pocos documentos, pero sí posee el cuestionario «para la Declaración al Registro Civil de alumbramiento de criaturas abortivas», fechada el 23 de enero de 1979. En él, se recogen datos, como que nació a los nueve meses y que el bebé (del que no aparece el nombre) murió a la hora de nacer. El parte del facultativo que asistió el «aborto» es ilegible.

Certificado de enterramiento

Inhumación.

El enterramiento se produjo a los dos días de nacer en el cementerio de San Rafael de la capital malagueña.

Desaparición de la fosa. Soledad y Antonio no volvieron al cementerio porque el dolor se les hacía insoportable. En el documento del Ayuntamiento de Málaga, responsable del Cementerio San Rafael, se recoge que el cadáver del «feto» de Soledad Román Guerrero fue inhumado en una zanja, en concreto en la 1.156, en la parcela A San Ricardo del cementerio. Hoy hay un parque y no pueden recuperar los restos.