Ronda era presa de la sobreexcitación. Un nido de cables, de rostros blanquecinos correteando con prisa cosmopolita por las viejas calles de piedra. Algo que apenas habría llamado la atención en Londres o en Madrid, donde cada barrio tiende a echar las cortinas y a ensimismarse en sus propias historias, pero que allí, en un pueblo monumental, empedernidamente romántico y andaluz, invadía todo el espacio, todas las conversaciones. Era imposible no saber que por las plazas andaban los del cine. Y más porque no se trataba de un ejercicio estudiantil con una cámara al hombro, sino de una superproducción; un campamento, en lo urbano, mastodóntico, con casi el mismo marchamo de transformación urbana que traen consigo las olimpiadas. Se hablaba desde hacía meses de un presupuesto de mil millones de pesetas, de Plácido Domingo, de Francesco Rosi, de Julia Migenes. De un viaje hasta el origen del mito de Carmen concebido con imaginación, decididamente a lo grande. Hasta el punto de convertirse en una especie de central de reformas: con baldosas y redes arregladas a cuenta de la producción. Y con seiscientas figurantes traídas desde Sevilla para dar colorido a los planos.

En la ciudad del Tajo, tan de corneta y de verso, aquel mes de rodaje de 1983 todavía se recuerda como un maná a pequeña escala. No era la primera vez que el cine, con todos sus barracones, se instalaba en las calles. Incluso con el mismo motivo, el de Carmen, que ya había traído en 1959 a Maurice Ronet, persiguiendo por las cuevas a una jovencísima Sara Montiel. La diferencia estaba en la ambición, en el renombre; la película en esta ocasión aspiraba a metas altas, con un elenco que le valió una nominación al Globo de Oro, un buen director, varias estrellas. Y un Plácido Domingo en plena madurez y de primer espada, al que el Ayuntamiento, agradecido, acabaría por rendirle homenaje. Muchos lugareños, algunos de barrios humildes como Padre Jesús, tendrían el gusto fugaz de verse brevemente en la gran pantalla. En una Ronda, entonces, plenamente ochentera, sumida en el vértigo del cambio. Y que, sin renunciar a sus encantos tradicionales, dejaría durante esos días algunas escenas que suenan hoy cargadas de extravagancia. La más imponente, acaso la llegada del tenor español, que fue la primera persona en aterrizar en Los Pinos, el aeropuerto privado impulsado de la nada por inversores como Alfonso de Hohenlohe.

Ver a Plácido Domingo descender de un helicóptero, con las torres al fondo, tuvo que representar a la fuerza una imagen desconcertante para el equipo. Especialmente, para los extranjeros, entusiasmados con los tópicos de bandoleros, de campesinas platónicas y vivarachas. La espléndida Migenes, tan emocionante en su versión de Lulu, de Alban Berg. El propio Francesco Rosi, el autor de Lucky Luciano, que venía en gran medida en busca de las pistas que maravillaron a Prosper Mérimée, el creador del mito posteriormente utilizado por Bizet, con su memoria encendida de viajero y de lector de tradiciones y leyendas gitanas.

El cineasta, en cualquier caso, sabía dónde estaba. Y de los recursos de los que disponía, más allá de los edificios y del paisaje, para hacer que el tiempo, entonces tan de zapatillas a lo Michael Jordan y flequillo Bervely Hills, doblara por la esquina infalible de esa época: la de las mujeres con cántaros y las cantinas y los soldados. El atajo plástico más evidente era la plaza de La Maestranza, que fue alquilada con todos los extra. Incluida la representación de una corrida goyesca, la del matador Lucas, el papel del tenor, que fue sustituido en las escenas frente al toro por el diestro Santiago López. Un rodaje, sin duda, intenso, aunque también con ratos de asueto para las estrellas. Al artista español se le vio mucho en la ciudad, pero sin que eso le impidiera alguna que otra escapada a Marbella, casi siempre para visitar a amigos, para bañarse y disfrutar de las playas. Pese a su vida neoyorkina y sus incontables compromisos internacionales, Plácido Domingo no era ajeno a lo que todavía en 1983 se cocía en la Costa del Sol. Y hubo quien señaló, incluso, que estaba en conversaciones con algunos amigos para abrir una academia de canto en Málaga.

Mientras, los de la producción, seguían a lo suyo. Si no les gustaban que el cableado de la luz y del telefono estropeara un plano llamaban al Ayuntamiento y pagaban una obra exprés para que fuera soterrado. Con este plan,y una serie tipo El Padrino, Ronda habría vivido su heterodoxa Expo. Queda, eso sí, el recuerdo. Y las escenas de la película de Rosi, la primera grabada por el tenor en España, donde se aprecian claramente algunos de sus escenarios: el coso taurino, el Tajo del Abanico, en la montaña. Tierra para siempre en la ficción de contrabando, de amores líricos vividos con un pie en la tumba y el otro en la cartera. Julia Migenes, gitana de pelo rojo. Los pasos de Mérimée, la arena, el helicóptero.