Los periodistas, al menos los periodistas de nuestra calaña, Manolo, los que aprendimos este oficio en una Olivetti con miles de horas de aporreo, tenemos derecho a que nos digan adiós en los papeles. Va en el contrato, en la nómina, junto con el insomnio, las prisas, el mal comer y el mucho fumar, el pasarnos la vida en cualquier sitio menos en casa con la familia, y la maldición de empezar de nuevo cada día, porque la exclusiva de ayer hoy solo sirve para envolver pescado podrido.

Hace mucho que tu firma no iluminaba los papeles de la mañana. Demasiado. Pero acaso eso no importe. Nadie podrá negar nunca la inmensidad de tu talento si tiene la suerte de tropezar con alguno de aquellos artículos que escribías en El Diario de la Costa del Sol, donde tuve la suerte de tropezar contigo. Allí nos conocimos, median treinta años. Soy el periodista que soy porque tú quisiste que lo fuera. Aprendí el oficio de ti, casi todo lo que sé me vino de tus manos. Siempre tuve claro que sería imposible pagar la deuda que contraje entonces, la inabarcable generosidad que tuviste conmigo, la suerte de que me enseñases tanto y nunca pidieses nada.

Aquel periódico que dirigían Agustín Lomeña y Manolo Jota fue una escuela para muchos, para tantos periodistas que empezamos a finales de los años ochenta del siglo pasado. Te recuerdo allí, con un "habanos" entre los labios, mecanografiando con dos dedos y muriéndote de la risa, pero sin dejar de teclear. O dando grandes zancadas por el pasillo de la redacción, cantando a voces "Campanera", inventando alguna genialidad para la columna del día siguiente. A poca gente he admirado como te admiré en aquellos días, como te sigo admirando hoy, amigo mío, querido amigo mío, en que la noticia de tu muerte me ha roto la madrugada y no he podido hacer otra cosa que poner un disco de Miles Davis y sentarme a escribir, "en mojado y en caliente", como dijo una vez nuestro querido Alcántara, esta necrológica de urgencia.

Escribíamos, por entonces, de todo y para todo. Desde sucesos a crónica rosa de aquella Marbella que todavía era jet-set, de aquellas fiestas en las que alguna venerable ancianita nos pedía "un cigarrito de la risa", o te confundían, en el yate de Khashoggi (aquel "Nabila" del que decían que por las cisternas manaba champán francés y los grifos eran de oro), con un "gurú amigo de la familia", según se pudo leer en un pie de foto de la revista "Hola". Estuvimos juntos en una guerra, nos inventamos un semanario de humor que duró lo que tardamos en cabrear a algunos poderosos, y cenamos miles de veces un bocadillo de caballa mientras perpetrábamos el periódico del día siguiente.

Porque nosotros, Manolo, siempre estábamos haciendo el periódico del día siguiente. Nunca quisimos escribir para la posteridad. Nosotros escribíamos para hoy, con prisas y entre risas, humo de cigarros, ruido, y volvíamos a hacerlo de nuevo cada día, con la desprendida manera de ser de las mareas. Por eso, cuando esta madrugada, de repente, he sabido que te has ido, arrasado por el llanto y por el dolor de saber que no me cruzaré más con tu figura de gigante barbudo, me he sentado a escribirte el epitafio, ese que nos hemos ganado después de toda la vida juntado palabras, y llorar sobre él la pérdida de mi hermano del alma, de mi maestro. Porque mañana será otro día, Manolo, será otro periódico, será otro olvido.

Pero, al menos por hoy, y aunque hace mucho que tu firma no ilumina los papeles de la mañana, yo quiero recordarte. M. Díez de los Ríos era tu firma. No te olvidaré nunca.