Había un antiguo presidente, un cónsul, Porfirio Smerdou, tío del sapientísimo periodista, que poco después, con la carnicería de la guerra, se convertiría en una especie de santo, de Schindler a la andaluza. También una bandera. Un trozo entusiasta de tela que cada día parecía menos extraño, a pesar de la distancia y de los tiempos, poco propicios a la solidez de los mapas, a las complicidades estables. En la Costa del Sol, donde cualquier viaje, incluso de pocos kilómetros, entrañaba un vía crucis laborioso de penurias y peligros, México tenía la virtud de sonar a territorio diligente y casi de la familia; un lugar que participaba en las conversaciones con recurrencia de indianos, algunas veces convertido en un ejemplo, en otras como panorama general de inquietudes.

Nunca antes, ni siquiera en el pasado colonial, el país norteamericano había estado tan presente como en el inicio de la década de los treinta. La historia, con sus convulsiones íntimas, marcaba las zonas de luces y las sombras; estaba el eco de la revolución, pero, sobre todo, una coincidencia aparatosa de circunstancias, que incluye tanto la buena relación diplomática con las autoridades republicanas, como la larga estancia en Málaga del mandatario Emilio Portes Gil, responsable de la nación a finales de los años veinte. El llamado presidente interino, que se ocupó del gobierno federal en pleno fragor revolucionario, había aprovechado su estancia para reforzar el poder consular de la provincia, dando pie, junto a Porfirio, a una edad dorada y reivindicativa de la política mexicana.

Eran los días de los boletines informativos en la radio, de las rancheras, de las entrevistas especiales. Lo cuenta el historiador Leandro Álvarez Rey en su libro conjunto sobre los orígenes de la guerra civil. En 1935 México no quedaba tan fuera de Málaga. Y mucho menos durante la visita de Gabriela Mistral, que por momentos tuvo que tener la sensación de adentrarse en un territorio fantasmagórico, con puentes constantes con América Latina. Sobre todo, en el lugar escogido para su conferencia, la Sociedad Económica de Amigos del País, que fiel al espíritu del momento, había organizado una exposición dedicada al arte popular del país norteamericano.

Parece mentira que todo ese aperturismo, que las máscaras, los ídolos, las reminiscencias aztecas, fuera arrasado apenas unos meses más tarde por los tiros castizos que reverberaban desde África. El franquismo, avinagrado en reuniones cuartelarias y secretas, ya empezaba a gestarse, aunque todavía sin poner en peligro un mundo que, con todas sus contradicciones y miserias, daba alas en las instituciones a la quimera ilustrada: la misma que hizo que una escritora como la chilena, a la que en 1945 le concedieron el premio Nobel, acudiera a dar una conferencia en el centro de Málaga.

A la historia no le faltan conexiones. El famoso cónsul Porfirio Smerdou, artífice de la salvación de familias de uno y otro bando, estaba emparentado con lo que sería conocido en todo el mundo como la Generación del 27. En este caso, a través de Manuel Altolaguirre, que era el hermano de su mujer. Y a quien sin duda le habría fascinado oír en directo algunos de los poemas de Tala, el libro en el que Mistral estaba trabajando en ese momento, con continuas alusiones a la madre de la escritora, fallecida poco tiempo atrás. La autora, entonces en plena errancia popular, había sido invitada para hablar de México, país que conocía de sobra y en el que su obra calaría casi más que en ningún otro, dejando su influencia confesa en gigantes como Octavio Paz, también ganador del Nobel.

A pesar de no haber sido condecorada todavía con tan espesos laureles, Mistral podía pasearse por la provincia con una aureola que en las tertulias locales sonaba a amplio reconocimiento. Su fama se había extendido a todo el ámbito hispanohablante. Sobre todo, en los círculos más interesados en la poesía, donde el trasiego de nombres y de satélites de otras latitudes era bastante frecuente. Gabriela Mistral traída hasta Málaga para cantarle a México, García Lorca en la universidad de Columbia, con esos ejemplos de eficacia de estilo tan repletos de leyendas andaluzas, de dichos de pueblo. Cuando hablaba del vínculo entre América Latina y España la escritora no podía pensar que apenas un año después la amistad se pondría a prueba. Y, además, de la manera más trágica, con el gobierno mexicano convirtiéndose en una especie de campamento de exiliados, recibiendo a profesionales, a artistas, a cientos de niños. Alguno, quién sabe, con las orejas dilatadas por la pena y el recuerdo intacto de aquellos días de 1935, cuando en pleno centro de la capital de la Costa del Sol, en la Sociedad Económica de Amigos del País, se veían bordados con motivos indígenas,animales de barro. Poetas trágicos de acento suave. Una tal Gabriela, entonces frente al micro: como un huracán junto a la inminencia agitada de la historia.