Era de noche. María Jesús Peña -en adelante María-, veía la televisión echada en el sofá, como hacía habitualmente apurando las últimas horas del día. Ocupándolas. Había navegado entre canales pero ninguno le convenció en demasía, así que cambió de uno a otro, esperando encontrar algo realmente interesante. Entonces se encontró con la historia de su vida.

«Una señora del Norte estaba contando que el día que fue a dar a luz le habían dicho que su bebé estaba muerto, así de repente, pero ella notaba como le daba pataditas. Era un documental de bebés robados y, al oírla, se me movió el cuerpo, era la misma historia que la mía», relata con pesar esta mujer, que recuerda cómo no pudo pegar ojo en toda la noche. Era 2012.

A la mañana siguiente se decidió a llamar a sus hermanas Carmen y Rocío. Les contó sus sospechas y que, quizás, aquella noche de agosto del año 81 le habían robado a su niña, una pequeña por cuyo supuesto fallecimiento había derramado miles de lágrimas. Un bebé que se iba a llamar Rocío, que iba a ser la cuarta de un grupo de hermanos feliz, la hija deseada de unos padres humildes, trabajadores, que nunca pensaron que, caprichos del destino, aquel día iban a cruzarse con una trama que se lucraba del dolor ajeno. Un negocio sustentado en el desconsuelo.

Era el 11 de agosto de 1981. María rompe aguas poco antes de la hora de la cena y su marido Pepe y ella se apresuran a desplazarse hasta el recién inaugurado Hospital Materno Infantil de Málaga.

Van desde el barrio de Torremolinos, donde siempre han vivido. Tienen esa mezcla de sentimientos encontrados que se siente antes de ser padres: miedos, ilusión, incertidumbre y mucho, mucho respeto. Apenas un par de días antes la había visto un ginecólogo que le había dicho que el bebé y ella estaban en perfecto estado, así que iba relativamente tranquila.

Nada más entrar al hospital, María relata cómo la meten en una habitación sola mientras Pepe espera fuera. Era lo habitual entonces. La reconocen, salen. Vuelven a entrar, esta vez una matrona cuyo rostro nunca olvidará, y saca una trompeta para auscultar al feto. «Esto viene muerto», le suelta la matrona sin escrúpulos, sin pensar en que el alma y el corazón de María acaban de romperse en mil pedazos. «¿Qué dices? ¿Cómo va a estar muerto? Si yo le estoy sintiendo», cuenta María que le dice a la trabajadora, sin dar crédito aún a lo que le acaba de anunciar. «Esto viene muerto y no diga después que se lo hemos matado», le espeta.

María relata que se queda en blanco, como en shock. Su capacidad de reacción se limita a respirar, a intentar asimilar la noticia que le acaban de dar. Tiene claro que le pusieron un sedante porque despierta unas horas después, a las tres de la mañana ya del día 12 en el quirófano. Se toca la barriga y nota a su niña. «Me dicen que viene muerto, que no me preocupara que me iban a hacer una cesárea pero yo le dije que qué estaba diciendo, que el bebé estaba vivo, ¡si estaba empujando para salir!», exclama María que no olvidará nunca a una mujer que se encontraba en una esquina del quirófano y que, según relata, le hablaba con los ojos. De repente, le susurró: «llame a su marido». «Me estaba avisando, lo tengo claro», cuenta descorazonada María, que empezó a llamar a gritos a Pepe.

Entonces, la matrona que le había atendido en la otra sala y que le había desvelado el peor de los desenlaces para su pequeña Rocío, le dice, según cuenta, que se calle y que su marido se ha ido, que ya no está allí.

Fundido a negro, el siguiente recuerdo es ya al día siguiente. La puérpera despierta en la sala de recuperación, donde se toca la barriga y percibe que no tiene al bebé dentro. «Y me digo, ‘uy, he dado a luz ya’», se lamenta María, que no distinguía aún entre la realidad y su ensoñamiento. Enseguida vio a una trabajadora en la sala post cesárea y le pregunta que qué ha tenido, si un niño o una niña. «Se acerca, me coge la mano, y me dice que ha sido una niña, pero que está muerta». María, aún sin dar crédito a lo que le acaba de pasar, le pregunta qué le había pasado, si venía con algún defecto, a lo que la trabajadora le responde: «no tenía defecto ninguno, venía bien, pero estaba muerta. Ha pesado 3.300 y era morenilla con mucho pelo», cuenta la mujer echa ya un mar de lágrimas.

María llora en la habitación. Su madre y su suegra entran y se abrazan a ella. «Estábamos rotas, aquello era un duelo, no había consuelo», relata María, que recuerda cómo oía al bebé de otra familia llorar y se le venía el mundo encima.

Nadie quiso ver al bebé, salvo ella. Pero no se lo permitieron. Pepe sí vio un féretro blanco, pequeño, en una parcela de San Rafael. «Todos los 12 de agosto enciendo una vela porque es su cumpleaños», llora María, que relata que el dolor solo le permitió visitar la tumba una vez. «Nunca más fui capaz de ir».

Los meses posteriores a la muerte de Rocío fueron un calvario en casa de los Morgado Peña. María apenas podía hablar y si salió adelante, relata, es porque sus otros tres hijos la necesitaban. Unos años después, en 1987, volvió a quedarse embarazada y Francisco Javier devolvió la sonrisa al hogar conformado por Pepe, María y sus hijos Mercedes, David y José Carlos.

Y María está enfadada. Mucho. lamenta que durante casi treinta años haya llorado a su hija, siente que ha perdido mucho tiempo, invertido muchas lágrimas que podían haberle dado fuerzas para buscar a su hija. Pero el día que decidió que iba a ser una madre coraje más de las que componen la asociación Alumbra se puso el mundo por montera y se decidió a saber la verdad. O al menos a intentarlo.

Ha reclamado en numerosas ocasiones la documentación y hasta la fecha no ha obtenido nada. Solo los documentos relativos a los partos de sus otros cuatro hijos, tres de ellos en el Civil y, el último, en el Materno. Lo más que ha logrado en estos años de idas y venidas es un papel en el que el hospital admite que no tienen constancia de que diera a luz allí en el año 81. Sin embargo, en el Registro Civil sí consta el parto. Como todos los casos, ha sido archivado por falta de pruebas, pero en esta casa no van a dejar de luchar, se lo deben a sí mismos.

«Mis hijos se han criado sabiendo que tenían una hermanita en el cielo, ahora queremos saber la verdad, conocerla, contarle lo que de verdad ocurrió», confiesa María, que no descarta que alumbrara a un niño, pues nunca pudo verlo, ni vivo, ni muerto. «Mientras tenga un dedito de lucidez no voy a parar de buscarla, ella no tiene identidad, no hay derecho. Vamos a respetar su vida porque ya la tiene hecha pero, ¿y si está mal? ¿y si nos necesita? Te vamos a encontrar hija», concluye.