Decían de él que fue, durante años, el hombre mejor vestido del mundo. Un tipo de esos transmutado en etiqueta, de los que recorren los salones soldados del brazo inofensivo de las grandes señoras, regateando por cómodas estilo imperio, inventando bailes que acababan en complicadas genealogías, en colecciones de cromos. Llamarle esteta habría sido en su caso una especie de menoscabo pueblerino. Un noble que venía de sagas bancarias, que no dudaba en confesar que vivía «por la elegancia y el lujo» era, sin duda, otra cosa: todo un monumento majestuoso a la frivolidad. Con escalas coloridas en los principales escaparates del mundo. En los años sesenta y setenta, cuando había un tren selecto e intermitente que comunicaba a Marbella con París y Nueva York, Alexis von Rosenberg, el barón de Redé, parecía tener en su regazo la llave de todas las alcancías. Hasta el punto de que bastaba con su presencia para garantizar lo demás. Incluida la llegada de la mayor parte de la aristocracia europea, en convivencia inusual con multimillonarios y artistas.

Situado casi siempre en un agudo segundo plano, a menudo más en el encuadre de los escritores que de los fotógrafos, el barón Redé funcionó durante muchos años como una especie de código secreto para iniciados. Nadie más que sus invitados, que sus cronistas y embajadores, estaba enterado de su verdadera dimensión entre las emperifolladas huestes de la jet; donde era el santo y seña, el anfitrión del que no había que perderse nada. En la Costa del Sol las imágenes le muestran con esa envidiable actitud de Zelig: en Alexis von Rosenberg lo snob era incluso la fama, restringida en toda su estatura para la prensa, que apenas le tenía en cuenta más que como un apellido habitual, recurrentemente al lado de todos los nombres: los barones de Rohtschild, la reina Margarita, el compositor Poulenc, Dalí, los principales diseñadores.

Para entender lo que fue el barón de Redé hace falta volver la vista al París de después de la guerra: ese tiempo detenido de peinados barrocos, minifaldas, paredes estampadas y música con garbo de grandes dinastías. Hay quien hablaba de su casa como una corte propia del siglo XVIII. Especialmente, después de que, a través de su pareja, el millonario chileno Arturo López-Willshaw, adquiriera el famoso apartamento del hotel Lambert. Los ricachones del ladrillo y del petróleo tienen sus equipos de fútbol; Von Rosenberg prefería una zona de la ciudad de la luz. Un rincón que, pese a los cambios, como los puentes de Apollinaire o los paseos de Cortázar aún forma parte de un tiempo inapresable y mitológico: en esta ocasión, el de las grandes fiestas, incomparables en la historia, según el príncipe Michael de Kent. Con capacidad, sin ir más lejos, de catapultar a la fama a Yves Saint-Laurent y Pierre Cardin, entonces jóvenes talentosos con ganas de encontrar una oportunidad para dejarse ver.

Si España hubiera contado con un poco más de sagacidad para el turismo seguramente le hubiera ofrecido al barón el mejor palacete de la Costa del Sol a tiempo completo. La lista de invitados a sus saraos habla de una promoción tan exigente como imposible de financiar sin el concurso de esas connotaciones de elegancia que vuelven locas a las parejas aburridas de grandes apellidos. La aristocracia necesitaba al barón de Redé, al igual que la economía, por más que la ecuación no se diera siempre en partes alícuotas. En sus paseos por Marbella, el finísimo banquero traía, sin embargo, algunas de los ecos de ese mundo. Muchas veces cristalizados además en la visita corpórea de buena parte de los secundarios de París y de sus protagonistas. Gente que se arremolinaba alrededor de él para escucharle hablar de sedas y de decoración, de su aristocrático desdén hacia la música de los Rolling Stones, que le habían confiado en calidad de asesor en inversiones su patrimonio y su fortuna.

Von Rosenberg estaba más allá del rock, de sus ocupaciones de estadista. Era principalmente conocido por su olfato, por sus grandes capas y sayones, considerados a medio camino entre la extravagancia y la coquetería. Más madera exótica para la Costa del Sol, convertida en el nuevo paraíso para uno de los listados financieros más influyentes de cuantos diera el pasado siglo. Aquí, al barón, casi siempre se le veía con los Rothschild, sus grandes amigos. Coleccionista surcado de leyendas, Von Rosenberg fue, como Zelig, un hombre al que con frecuencia se sitúa entre historias brumosas y líneas ambiguas: se cuenta que era hijo de los principales banqueros de su tiempo, pero también que su título podía ser ficticio. Una especie de Dorian Gray que murió sin que nadie pudiera cuestionar las arrugas que se intuían sin demasiada fe en el fondo de la pintura: eternamente joven dentro de la percha, con ganas de comprar, de veladores, de paños finos. A tan sólo unos metros, quién iba a decirlo, del trabajo, de la vida recia y sin confituras.