Joaquín Marín era un maestro. El término está sobado y quizás sobreutilizado, pero en su caso es exacto y justo. Merecidísimo. Maestro por vocación y formación, dado que además de licenciado en Periodismo era también titulado en Magisterio. Sus primeros años profesionales los dedicó a la enseñanza. Maestro porque fue de esos periodistas de los que se aprende, de los que sabían que este es el oficio más bello e ingrato que hay y que constituye un fin en sí mismo, no un trampolín para otra cosa, ni una excusa, ni un empleo ocasional. Periodista siempre, sobre todo y ante todo.

Adquirió responsabilidades muy pronto, responsabilidades directivas, pero aún llevando el duro timón de empresas, su mayor empeño era la noticia, el breve, el texto bien escrito, el titular de portada, el enfoque. El pulso. La buena entrevista. Satisfacer al lector. El periódico entendido como un producto -cuya elaboración requiere un sacerdocio- que reflejara la realidad con espíritu crítico, pluralidad y amenidad.

"Chicos, rigor, rigor y rigor; y después de eso, más rigor", nos dijo una tarde del año 99 a una plantilla joven, vivaracha, llena de ilusiones que se arremolinó en una de las plantas del edificio de calle Granada 42, sede de La Opinión de Málaga, desde el que escribo abatido estas líneas, triste y sacudido por la emoción, por la peor de las melancolías y por el lacerante barrunto de que con su muerte desaparece (no así su magisterio, ni su ejemplo, ni su recuerdo, que siempre vivirá) uno de los últimos gigantes de esto, de contar cosas a base de juntar letras. Estoy mirando la redacción, veo a compañeros tecleando o hablando por teléfono, titulando una noticia para el papel o editando un vídeo para la web y me parece que lo voy a ver entrar en cualquier momento. A preguntar aquí y allá, a curiosear por entre las pantallas. A sugerir y ordenar, corregir.

Dirigió y creó multitud de equipos, promocionó a muchos, supo de lealtades y deslealtades, fue poderoso, temido, admirado, subió, bajó, cayó, volvió a subir. Dirigió Sur y Canal Sur, fundó y dirigió La Opinión de Málaga e hizo muchas más cosas. Y aunque sólo hubiera hecho una de las tres mencionadas, ahí es nada cada una de ellas, ya merecería pasar al podio de todos los que en esta tierra han ejercido el periodismo en cualquier tiempo.

Tienes que escribir, Loma, solía decirme. Escribe tú, Joaquín, nos lo debes y tienes mucho que contar. Sabes todo de todo el mundo, conoces las entrañas de Málaga y tienes en la cabeza el por qué de muchas de las cosas que suceden ahora. Él asentía modesto. Así lo hizo una de las últimas veces que nos vimos. En el Centro. Fortuitamente. Nos arrebujamos un grupo grande alrededor de una mesa alta en La Cosmopolita y allí hablamos, como siempre, de periodismo y personajes, de gentes, de anécdotas, de fútbol, de política, luego de tantos años de redacción y vivencias.

Estaba Lola, que ha sido su lealísimo apoyo en el final y durante muchos años atrás. A veces en esa conversación lo reconvenía cariñosamente cuando emitía algunos de sus contundentes juicios con ese tono medio paternal medio bronco, casi siempre magistral que empleaba. Loma, muy bueno lo tuyo de hoy, pero aprende ya a distinguir el si no del sino. Vale, Joaquín. Ni vale ni nada. Joaquín vivió como hay que vivir. A tope, sin sectarismos, disfrutando de la vida y del trabajo. Su estirpe continúa. Su hijo mayor, Joaquín, y su sobrino Francisco, son grandísimos periodistas, marines reclutados para este ejército del periodismo.

Ya no hay cierre que valga, Joaquín, con este demonio comelotodo de internet puedo entregar este artículo ahora o dentro de quince minutos. Ojalá retrasar la entrega del mismo supusiese echar el tiempo para atrás. La edición en papel está cociéndose. No la vas a leer, pero todos los que la hemos hecho hemos puesto para lograrlo, como cada día, lo mejor de nosotros. Eso es lo que tú exigías. Así que, va por ti, maestro.