En casa de los Jerez Domínguez pasó una década hasta que se recuperó la felicidad. Entre los nacimientos de Rocío (1975) y Gema (1985), hay dos puntos negros en la historia de esta familia que, no solo no se han diluido con el paso del tiempo, sino que se han hecho si cabe más grandes y profundos.

El primero de ellos tiene como fecha 1978. España estaba a punto de alumbrar su Constitución democrática y el país vivía envuelto en un clima de incertidumbre, aún con los rescoldos del franquismo candentes, en los que aún, el mejor consejo era el entonces sempiterno «ver, oír y callar».

Por eso, cuando Pepi y Francisco sintieron que algo había pasado entre las cuatro paredes del Hospital Carlos Haya, guardaron silencio agachando la cabeza. Eran tiempos difíciles y, a fin de cuentas, era su palabra -sus impresiones, sus intuiciones- contra las de un equipo médico que, se supone, sabía lo que hacía.

Pero Pepi, que durante toda su vida fue consciente de que su único hijo varón tenía a otra madre -adoptiva- cerca, respiró con cierto alivio el día en que las historias de bebés robados empezaron a salir a la luz. Quizás antes había pensado en que estaba equivocada porque su caso era único, pero aquel día de hace no demasiados años se sintió comprendida y acompañada por el testimonio de numerosas mujeres que contaban una historia similar a la suya: creían ser víctimas de una trama de bebés robados.

Oriundos del Valle de Abdalajís, esta pareja joven, casada en 1974, tenía el deseo de tener una familia numerosa. Tuvieron cuatro hijos, pero el destino les quitó a dos: a Francisco José y a Desireé, que murió en el vientre materno a los 7 meses de gestación. El embarazo de su hijo desaparecido fue bien, a excepción de los controles rutinarios por padecer de azúcar. A los 8 meses, las analíticas estaban más alteradas de la cuenta y los médicos decidieron ingresar a Pepi en el hospital para evitar problemas en el embarazo y en el posterior alumbramiento.

Sus sospechas comenzaron el día de su ingreso, cuando los médicos la encamaron en la planta quinta, en Medicina Interna. «A partir de ahí empecé a sentir cosas raras, yo me veía tratada con dejadez, con pasividad. No me pusieron ningún tratamiento», cuenta la mujer, que admite que entonces confió plenamente en quien le atendía. A los pocos días del ingreso, el 13 de agosto, subió una cifra numerosa de trabajadores a verla, entre residentes y médicos. «Yo no sé si me pusieron algo, pero me empecé a sentir mal y me llevaron a paritorio», relata la mujer, que cree que a alguien, por algún motivo, le venía bien que ese día naciera su niño. La llevaron a una zona que no le pareció la habitual para parir. «No se oía a nadie, no había nadie, solo había una matrona conmigo y no me miraba, no me hablaba», denuncia Pepi, que no se explica el trato que recibió durante el parto. «Fue cruel, vejatorio».

Entonces, le pusieron una mascarilla y un suero poco antes del expulsivo. En el paritorio solo estaban la mujer y una joven Pepi que, dolorida, esperaba ver en pocos minutos a su hijo. «Entró un médico alto, moreno, de unos 50 años que cortó el cordón umbilical. Cogió al niño, lo puso en una bandeja que estaba a mi izquierda, y se dio la vuelta para llevárselo», relata la mujer que, pese a su extenuación tras el parto, sacó fuerzas para gritarle que se lo diera, que no se lo llevara. Tales eran las insistencias de Pepi que el hombre se detuvo, se dio la vuelta y mostró parcialmente al niño. «Le movió la cara, pero el niño la giró hacia mí y le vi perfectamente. Era igual que mi Rocío: moreno, con las cejas frondosas y estaba vivo, de eso no tengo dudas», cuenta con desazón la mujer, que nunca más vio a su niño.

Y Pepi se sintió sola, muy sola. Perdida en aquel paritorio que le resultaba más frío si cabe de lo que era. Nadie le decía nada ni de su hijo ni de cómo se había desarrollado el parto. Pero ella, de vez en cuando, sacaba fuerzas para reclamar compañía, para pedir que le trajeran a su bebé.

Al poco, el mismo hombre vestido con bata blanca que había cortado el cordón y se había llevado al recién nacido, llegó para darle la peor de las noticias. «No llames más, que el niño no está bien, me dijo. Entonces yo le pregunté que qué pasaba, que por qué no me lo enseñaban», y entonces le dijo aquello que nunca hubiese querido oír: «el niño se ha muerto». Después de esa frase, en blanco y negro y a bajas revoluciones, Pepi recuerda, como ensoñada, que el médico le insistió en que era lo mejor que le podía haber pasado porque tenía una insuficiencia renal «muy grave». Con el tiempo, y a raíz de mover papeles, varios médicos le han confirmado que en tan poco espacio de tiempo no puede hacerse ese diagnóstico.

La noticia, como no podía ser de otra manera, tampoco le sentó bien a Francisco. El mismo médico le contó, en los pasillos, lo que había pasado, aunque le hizo una descripción que aún hoy recuerdan por su insensibilidad. «El niño era como un ídolo de barro: grande, vistoso y hermoso, pero se ha derrumbado. Se ha muerto», le dijeron. Ni Pepi ni Francisco vieron el cadáver del bebé, sólo los abuelos observaron un bulto envuelto «que podía ser cualquier cosa», les contaron. Tampoco les dejaron enterrarlo, el hospital se hizo cargo de todos los gastos.

Esta familia de Ciudad Jardín siempre sintió que su hijo no había muerto. A los pocos años recibió un nuevo golpe, con la pérdida de su segunda hija, que murió en el embarazo. A pesar del dolor por dos sucesos tan dramáticos seguidos, no cesaron en sus intentos de recuperar la ilusión y a los años tuvieron a su hija Gema. «Fue un milagro», admite Pepi Domínguez, que confiesa que siempre ha tenido presentes a sus otros dos hijos.

Su hija mayor, Rocío, les dio a sus padres el empuje que necesitaban para investigar el supuesto robo de su hermano. Ella, asegura, luchará hasta el final.