Un temporal de Levante le trajo en una ocasión un inesperado regalo: en la playa del Palo apareció una bañera. «Dios sabe la de años que llevaría en el fondo del mar y un temporal tremendo la volvió a sacar».

Aurelio Robles (Málaga, 1958) repasa con el dedo la bañera oxidada, transformada en la escultura Ícaro lo intenta de nuevo, mientras señala los restos de crustáceos que ha querido conservar como recuerdo de su pasado entre los peces.

El pintor y escultor malagueño cuenta que sus suministradores, «son los chatarreros», pero cuando no cuenta con hierro oxidado, «lo compro nuevo y lo dejo a la intemperie».

En las 29 obras que componen la muestra que hasta el 4 de agosto puede verse en la Sala Manuel Barbadillo de Aplama, junto al CAC Málaga, el metal está siempre presente. Hasta en sus cuadros, en algunos de los cuales emplea chapa metálica, trabajada con óxido y fuego.

Aunque malagueño, su patria chica es la Torre de Benagalbón, de donde era su padre, que tenía un matadero industrial y una fábrica de embutidos. De su infancia recuerda a los cenacheros, ya sin cenachos, pero ofreciendo la pesca del copo en cubos de zinc.

Estudió en la escuela rural del pueblo y terminó los estudios en el León XIII, entonces en la actual Escuela de Turismo, donde le marcaron el profesor de Historia del Arte, Joaquín de Carranza y don Manuel, el profesor de Dibujo, que creyó en sus posibilidades.

Aurelio Romero ha trabajado media vida en su estudio de Arquitectura pero a raíz de la penúltima crisis económica, la del arranquede los 90, siendo un treintañero descubrió la escultura en la Escuela de Artes y Oficios gracias a Suso de Marcos, con quien se formó durante dos años.

Y de la madera pasó al hierro, «cuando vi las posibilidades que tenía de expresión, de poder hacer, con perfiles muy pequeñitos, filigranas muy etéreas, figuras de dos o tres metros con estructuras muy etéreas».

Marcado por Julio González y Giacometti, sus figuras comenzaron a volar, a ser capaces de expresar cualquier cosa y hasta a realizar piruetas, como ese bailarín, todo gracilidad y movimiento, creado con un tosco hierro de obra.

Las esculturas de Aurelio Robles cuelgan de hilos, hacen equilibrio, miran la vida desde modestas trampas para pájaros y no tienen nada que esconder. «Me gusta que todo el proceso de trabajo quede reflejado en la obra, por ejemplo, las soldaduras: cuando empiezo a soldar muy bien utilizo la mano izquierda para que no salga tan perfecto», cuenta.

En 2008, con la última crisis, cerró el estudio de Arquitectura y ahora crea para mercadillos de artesanía, como el mensual de la plaza de la Merced, para el que realiza a mano piezas de bisutería, joyas y sigue con las esculturas. (su página en facebook, Aurelio Robles Catalán Escultor). Precisamente, una instalación de la muestra recrea su puesto, repleto de pequeños objetos de su taller, muchos de ellos bocetos de obras futuras. La exposición la preside, por cierto, la antigua bañera, reconvertida en un esplendoroso y oxidado Ícaro.