Su nombre, su nombre real, aquello de Maurice, inadmisible para los no iniciados, resonaba sin ninguna afectación por los saraos. Casi siempre pronunciado con inclinación inglesa, sin la música achacosa del francés, recogido en un tono familiar y doméstico que a menudo reverberaba en la fama de quien lo pronunciaba, generalmente otra cara cinematográfica. La de Sean Connery, la de Richard Burton. Stanley Baker, por supuesto. Después del éxito de Youth, de Sorrentino, cuesta muy poco imaginar los días de Michael Caine en Marbella: enseguida vienen a la mente todos los complementos, el albornoz blanco, los rizos de buen patricio, la educación melancólica. La imagen está ahí, pero no deja de ser un cliché de actualidad. Y más si se sigue el rastro del actor, que dejó tantos rostros, tantas sombras en la costa como perfiles tiene su carrera. Todas, rigurosamente british. Desde las gafas marrones y la camisa playera, muy del gusto de Woody Allen, a la sobriedad otoñal de caballero de la reina. En este caso, aparecida como un buen detalle de importación, al estilo de un don Perignon, en las fiestas del famoseo local. Que tampoco era cuestión de hacer el feo y ocultarse.

En sus paseos por la provincia, que empezaron muy pronto, casi al mismo tiempo que su carrera maduraba, Michael Caine se dejaba guiar sin oponer mucha resistencia. Acudía a las suntuosas cenas que le prodigaban sus anfitriones. Frecuentaba a sus compañeros de profesión, que entonces abundaban por la costa. Charlaba con aficionados al golf, despistaba a los hoteleros con sus dos nombres, el uno, el de Caine, improvisado con su representante en una cabina de teléfonos. Y el otro, Maurice Micklewhite, reservado para los documentos oficiales y para las amistades más cercanas. La debilidad del doble ganador del Oscar se forjó a finales de los sesenta, en la época en la que Málaga inundaba las conversaciones de los millonarios, de la nobleza declinante y de los artistas de Hollywood. Marbella, con sus playas invioladas, sus crónicas de desvaríos incipientemente horteras y su rumor a dinero, representaba la gloria del turismo justo en el momento en el que turismo nacía, cuando empezaba a dejar de ser definitivamente una actividad reservada a aristócratas románticos e hijos de familias millonarias.

Al actor, alejado de esta clase de categorías, le sobraban motivos para saber ubicar la provincia. En primer lugar, por su condición de británico, pero también por la presión seductora ejercida por muchos de sus compañeros de profesión, que comenzaron a tener un cuartel general en 1975, con el establecimiento de los Connery y la inauguración de su Casa Malibú. Las crónicas han reseñado ampliamente los encuentros a puerta cerrada de ambos actores, la labor de imán y de prescriptor en directo llevada a cabo por el 007, que más tarde se vería envuelto en la amplia literatura sumarial desatada por el gilismo. Caine aparecía asiduamente con su amigo, pero es rotundamente falso que sus estancias se limitaran a la Casa Malibú. El hotel Marbella Club era uno de sus rincones predilectos, donde se le vio alternando con gente como la actriz Linda Christian, a su vez esposa de Tyrone Power y madre de la cantante Romina.

El propio Francisco Umbral, o alguno de sus predilectos informadores, fue testigo de las andanzas de Caine por Marbella, al que situaba en el papel, entre folclórico y marxista, de celebridad seducida por una de las musas de la cosa cheli que tanto entretenían al escritor y a sus lectores. Caine vino incluso cuando se jodió el Perú, en la década de los noventa. Y mostrando como turista, pese a la discreción, un entusiasmo irreprochable. Hasta el punto de visitar tablaos y destilar el ritmo de los bailaores.

El actor, sin duda, venía a descansar. Aunque en más de una ocasión no hubiera tenido ningún tipo de problema logístico para repasar los guiones en directo con sus compañeros. Tan a tiro se puso su figura que hasta José Frade y Miguel Hermoso quisieron sondearle para la película Marbella, un golpe 5 estrellas, protagonizada finalmente por Rod Taylor. Los encuentros con la provincia no paraban de sucederse; incluso en la ficción. Uno de los más sonados es el de Sangre y vino, en el que Caine interpreta a un ladrón cuyo sueño es hacer fortuna para retirarse a descansar a Marbella. El actor, todavía en activo, también en cuestiones esquinadas como la del Brexit, se decantó por un amor por Málaga menos entregado que el de su personaje, pero razonablemente realista y persistente. Por aquí anduvo justo después del éxito de El hombre que pudo reinar, de John Huston, llevando con entereza y buen humor sus casi crónicas candidaturas al Oscar, que a la postre, y de momento, cristalizaron en dos premios: uno por la divertida Hannah y sus hermanas, de Allen, y otro por Las normas de la casa de la sidra. Por suerte no todo se circunscribe al balconing. Hubo y habrá ingleses, grandes ingleses por la costa.