Las primeras letras las aprendí en el colegio de los Hermanos Maristas, que estaba en Villa Tetuán, en Paseo de Sancha; las segundas letras, en el colegio de San Estanislao, en El Palo. El cambio de colegio fue porque todos los hermanos maristas (Luciano, Jerónimo, Teógenes, Roque, Guzmán, Fernando…) murieron en 1936, y no precisamente de apendicitis. En el libro La represión religiosa.

(1936-1939), Antonio Clavero Barranquero relata la muerte de cada uno de ellos.

Las terceras letras las fui aprendiendo después en varios centros, y me familiaricé con el sujeto, el verbo, el predicado y los complementos directos e indirectos; la ortografía, los verbos irregulares, los masculinos, femeninos y neutros… y las reglas de ortografía hasta llegar a un grado medio que me permitió, y me permite, escribir con cierta corrección.

Todo aquello, sin embargo, hoy no tiene valor alguno porque la modernidad, el cambio, el progreso y otras zarandajas de los políticos de todo el arco parlamentario comprendido entre los ultras de la derecha y los ultras de la izquierda, se dan la mano para destrozar el idioma hasta el punto que para redactar cada domingo un capítulo de estas interminables Memorias de Málaga me veo obligado a reciclarme, como los vidrios que se depositan en los contenedores verdes. Ahora que estoy en la etapa de «desaprender» me tengo que poner al día, estar al loro.

Ya no puedo escribir que los malagueños somos unos exquisitos a la hora de pedir un café en cualquier establecimiento del ramo; tengo que matizar la frase agregando a los malagueños, las malagueñas, para que no se ofendan algunas miembras del colectivo femenino y feministas. Lo de miembras lo dijo muy convencida una que fue ministra del Gobierno de España. Otra destacada política, refiriéndose a no recuerdo qué caso, soltó que esa persona estaba en el candelabro; quizá lo dijo porque el candelabro tiene dos brazos y el candelero es más modesto.

Pero no trata de un caso aislado porque los (y las) que se mueven en las tertulias televisivas y radiofónicas, contaminadas con las nuevas formas de expresión, largan con la mayor naturalidad del mundo que hay personas que permanecen sentadas en los sofaces, que «hay héroes y héroas» en la lucha por las libertades… y que hay que invertir más en educación y acabar con los recortes.

No soy muy dado a colocarme ante un televisor para oír las arengas, proclamas, mítines y soflamas en tiempos de elecciones…, que no cesan porque con tantas autonomías, aparte las nacionales, siempre estamos en periodo pre-electoral, electoral y post-electoral, a las que hay que sumar las europeas.

Todos los políticos, de cualquier rango, están obligados a usar los dos géneros para dirigirse a la población. Ciudadanos y ciudadanas, malagueños y malagueñas, andaluces y andaluzas, vascos y vascas, gallegos y gallegas, amigos y amigas, compañeros y compañeras… Con esta preocupación de ser muy respetuosos con el género femenino, de vez en cuando meten la pata olvidando lo que estudiaron en las primeras letras, las segundas… y la selectividad. La paridad ante todo, muerte al machismo y, de paso, una estacada a la lengua española, que menos mal que los colombianos respetan y sus dirigentes no necesitan arengar a las masas con el enunciado de colombianos y colombianas, bogotanos y bogotanas.No se molesten, por favor

Ignoro si entre mis lectores hay más hombres que mujeres; espero que no se molesten porque soy el primero que defiende a las mujeres…, aparte de que las mujeres se defienden solas. En los párrafos anteriores he expresado mi opinión sobre la absurda costumbre de tener que usar constantemente lo de españoles y españolas, porque con decir españoles está todo dicho. Después de no sé cuantos siglos de existencia de la lengua española unos individuos e individuas tratan de cambiar unas reglas que se han aceptado siempre. Soy de la opinión, y lo he escrito en un capítulo anterior, que en menos de cincuenta años, en España habrá más mujeres con título superior que hombres; léanse las listas de alumnos de las distintas facultades y comprobarán que no estoy desvariando. Es lo que hay. La mujer tiene un espíritu de superación superior al hombre por razones quizá relacionadas con la discriminación de que han sufrido a través de los siglos y hoy superada con largueza.

En estos momentos, en los informativos de las distintas cadenas de televisión, la presencia de mujeres en las corresponsalías en el extranjero y en el país es quizá superior a la masculina. En otras disciplinas, como la Medicina, la Enfermería, la Economía, la Abogacía…, la irrupción de la mujer es clara. Lo que me parece una estupidez es que en una lista de candidatos al Parlamento, al Senado, a las diputaciones, a los ayuntamientos, por obligación, tiene que haber igual número de hombres que de mujeres.

Colectivos femeninos y feministas -hay que distinguir porque son dos adjetivos diferentes- parece que andan moviéndose para que la Real Academia Española tome carta en este asunto. Las alcaldesas, las juezas, las coronelas y supongo que en otros muchos estamentos, propugnan un cambio en el sentido de algunas palabras. Alcaldesa, en la primera acepción del diccionario, es «mujer del alcalde»; la segunda, «mujer que ejerce el cargo de alcalde». Con jueza sucede lo mismo: el juez es la «persona que tiene autoridad y potestad para juzgar y sentenciar» y la jueza «mujer del juez» o, en segundo plano, «mujer que desempeña el cargo de juez». En el caso de coronel la discriminación es total y absoluta: coronel es el militar que alcanza ese grado en la milicia, y coronela, en el lenguaje familiar, la mujer o esposa del coronel. Claro que cuando se redactó el Diccionario (vigésima primera edición, 1994), la mujer todavía no había accedido a la milicia, y entonces la capitana era la mujer del capitán y la coronela la del coronel.

No será fácil llegar a un consenso, del verbo consensuar, que es muy socorrido en estos tiempos que hay que consensuarlo todo, en los ayuntamientos, las diputaciones, en las autonomías, en el senado, en el parlamento, en las federaciones deportivas e incluso en los divorcios, donde se consensúan los derechos y obligaciones de los que un día colocaron un candado en la barandilla del puente de Tetuán o en el de la Esperanza y que ahora se tiran los trastos a la cabeza e incluso se agraden con un cuchillo cebollero. Hoy todo hay que consensuarlo. Hago votos para que los doctos académicos (y académicas) lleguen a un acuerdo para que los abogados sean abogados, las abogadas, abogadas, los pirómanos, pirómanas… y corto el rollo porque contentar a todo el personal es una tarea difícil…, bueno, que exige un consenso.Palabras en desuso

Hoy, adjetivos utilizados para subrayar la categoría de personas de uno y otro sexo, se han ido eliminando de forma paulatina porque con el paso del tiempo mueven a risa o se malinterpretan. No hay que remontarse al siglo XIX; hasta mediado el XX se empleaban sin el menor rubor. Los periodistas o gacetilleros, como de forma un tanto despectiva se trataba a los informadores, tenían, digamos la obligación, para no malquistarse con la sociedad imperante, de recurrir a esos adjetivos que se han ido depositando en hipotéticos contenedores.

En las notas de sociedad y en los sueltos (cualquiera de los escritos insertos en un periódico que no tienen extensión ni la importancia de los artículos ni son meras gacetillas), se utilizaban frases y calificativos que hoy nadie se atrevería a usar, como algunas que traigo a colación: «el bizarro militar», «el probo funcionario», «la distinguida dama», «la virtuosa dama», «el ilustre jurisconsulto», «la bellísima señorita», «el acaudalado señor», «el potentado industrial», «el intachable caballero», «el prestigioso abogado», «el insigne maestro»,«la aristócrata dama», «la preciosa niña», «recibió el pan de los ángeles», «el velo tul ilusión»... y «el respetado», «el adinerado», «el chistoso», «el dandi», «de alta alcurnia» y otros calificativos que ningún colega de mi profesión osaría utilizarlos. Ya hasta se huye de finalizar las notas de sociedad con el consabido «viaje de luna de miel».

También ha desaparecido del mapa periodístico la costumbre de mencionar «la presentación en sociedad» de las jóvenes que al cumplir los dieciocho años por primer vez vestían de largo, acontecimiento que se festejaba en Málaga en el Hotel Miramar, y con preferencia, en el baile de la Prensa, que organizaba la asociación que reúne a los periodistas. Hoy las jóvenes no tienen que acudir a un evento similar porque se visten de largo o de corto en las discotecas y los botellones. Los matrimonios de hoy con hijas casaderas no tienen que recurrir a esos actos porque las chicas se presentan solas al incorporarse al mundo del estudio y de trabajo sin traje largo ni diadema.

No conservo recortes de notas de sociedad publicados en periódicos malagueños y no malagueños porque estoy en la etapa de ir depositando en el contenedor azul más cercano a mi domicilio papeles y papeles que a lo largo del tiempo he ido acumulando y que no tienen valor alguno.

Voy a recordar dos de ellos:

En una nota de sociedad de una boda celebrada en Málaga, el texto terminaba así: «La feliz pareja emprendió viaje a varias capitales españolas y después se trasladará a Venezuela, donde vive el acaudalado tío de la novia».

En La Higuerita, periódico que se editaba en Isla Cristina (Huelva): «El joven (aquí su nombre y dos apellidos) ayer fue operado felizmente de fimosis».