Se supo de él por la compra del hotel Byblos. Sin grandes derroches biográficos, de manera desganada. Casi como si fuera el acompañante ineludible de una información en la que lo único que importaba era proteger a España de su monstruosa historia inmobiliaria. No estaban los tiempos para creer en salvadores ni en millonarios. Y menos en la Costa del Sol, donde los rumores de inversión surgían siempre envueltos en aires de cautela, cuando no directamente de amenaza. Habían pasado rusos, jeques, gente del fútbol, de la noche. Catastróficos grupos empresariales. El perfil de Lord Alan Sugar, miniaturizado en la prensa, apenas servía para tranquilizar los ánimos. Un tipo de los que se dicen hechos a sí mismo, con un apellido rimbombante, como salido de la imaginación de un productor de música disco. Y con una proyección mediática que despertaba demasiadas y graves similitudes en el animalario económico.

Alan Michael Sugar, según como se interpretara, podía parecerse a Trump. Pero también a Gil. Y a Berlusconi. A ese mundo bizarro lleno de estampados y coches de lujo en el que se ficha a delanteros centro al mismo tiempo que se entra y se sale de las causas judiciales. La lupa, la letra pequeña, venía cargada, no obstante, de novedades. Especialmente, en lo que respecta a la relación con la provincia, en la que el magnate no era un advenedizo, sino prácticamente un vecino con prosapia. Algunas de sus compañías, sin ir más lejos, estaban radicadas en Marbella. Y aunque era casi un total desconocido para los españoles, sus paseos no pasaban desapercibidos entre la extensa colonia de extranjeros. Sobre todo, si se trataba de compatriotas.

¿Quién era Alan Sugar? El empresario, en el momento en el que invirtió en el Byblos, tenía famas paradójicas. Había sido un Bill Gates de mercadillo. Donante del partido laborista. Presidente y dueño del Tottenham. Estrella de la BBC en horario de máxima audiencia. La típica figura con yate que deja a los españoles sin entender nada en su búsqueda playera de famosos. Aunque con una sonora excepción: el hecho de que el empresario, cuyo programa remedaría Trump en la televisión de Estados Unidos, tenía más intereses en la Costa del Sol de los que sobresalían de sus bolsillos.

El magnate, al que los aficionados de los Spurs le acusaban de ser demasiado empresario y poco futbolista, había empezado a mantener vínculos con la provincia en los setenta. En una época, ya brumosa, en la que era casi un desconocido para todos los británicos, con la calculada salvedad de los lectores de los boletines financieros de los periódicos. Su compañía, Amstrad, ligada para siempre en España a la edad de bronce de los ordenadores, comenzaba a despegar, saliendo poco a poco del negocio de los equipos de sonido para probar fortuna en las computadoras. En eso, en componentes baratos, en videojuegos, debía pensar Alan Sugar en sus primeros paseos por Málaga. Y, además, con éxito, porque la firma, creada a partir de su nombre, le daría éxito muy pronto. Tanto como para comprarse una mansión en plena Milla de Oro. La misma que vendería décadas después por 11 millones de euros.

A Lord Alan Sugar se le reconocía hasta hace muy poco en Gran Bretaña como uno de los propietarios más famosos de la costa. De hecho, su rostro y sus habilidades siguen de vez en cuando sirviendo para convencer a sus compatriotas de la necesidad de invertir en algunas de las grandes inmobiliarias inglesas que funcionan en Mijas o en Marbella. «Sir Alan quiere venderme una villa», es una de las frases que se leen a menudo entre sus seguidores en las redes sociales, donde el empresario ha sido objeto de muy variadas polémicas, con alusiones atávicas incluidas al embarazo y la vida laboral de las mujeres. Su premonición sobre el iPod -al que le auguró una muerte pronta- es famosa, pero también lo son las alocuciones de su programa, en el que cada semana despide a un candidato a ser contratado en su conglomerado de empresas.

El hombre que compró el Byblos, que finalmente volverá a abrir sus puertas a través de Ayco, es el mismo que estuvo en la liga inglesa peleándose con Terry Venables. Y dejando, en lo que respecta a la Costa del Sol, todo un reguero de asociaciones: desde las concentraciones en la provincia de muchos de sus jugadores a su relación profesional con Osvaldo Ordiles, una de las estrellas del mejor Tottenham, también con casa en Marbella.

Carismático y con presencia preferencial en la tele, Sugar, por si fuera poco, riza el rizo de la tangencia. En este caso, por el coqueteo con la política, por ahora más moderado que el de su homólogo televisivo estadounidense. El empresario estuvo a punto de acceder a un cargo a petición del partido laborista, en el que militó durante años y al que abandonó por la deriva izquierdista de Corbin. Sólo faltaba. Una duquesa roja. Relajado entre villas y palmeras.