En Alemania, las imágenes, desvinculadas de la trama, apenas tenían eco. Un conjunto de rincones soleados y ligeramente polvorientos, salidos, en gran medida, del confuso caudal de tópicos sobre la vida y el sur. Ni las tomas, ni los edificios, abundaban en referencias. Y, mucho menos, en esa época, cuando empezaban a sonar lejanas las historias de viajes y el mundo se conformaba con abstraerse de la destrucción. La culpa, el dolor, las ruinas, estaban en todas partes. Se colaban también en los cines, donde durante varios días, y sin que el espectador se percatara, aparecían fragmentos de calles de ciudades como Málaga. Lugares transformados en herramientas terapéuticas, en geografías para la evasión. Hilvanados en el lenguaje de una industria sumergida como todo el país en una red sentimental en la que lo prioritario era romper con el pasado, pero también fabricar iconos lo suficientemente eficaces como para restituir el entusiasmo y el espejismo de la identidad.

Al igual que había ocurrido con el nazismo y su asentamiento monstruoso, la regeneración alemana necesitaba del arte. Crear un cine a la medida del trauma, de los tiempos, constituía una obsesión colectiva. Y en ese trabajo todas las miradas apuntaban a Zarah Leander, la que había sido la musa gigantona del Tercer Reich. La nueva Alemania tenía hambre de olvido y de nuevas ilusiones. Y si bien no estaba claro que la Leander pudiera procurárselas lo que parecía menos probable es que en toda esa tarea funeraria, con sus ciclos apocalípticos y sus resacas, hubiese sitio para un pequeño papel para Málaga. Hasta que llegó 1952 y la película Cuba Cabaña, de Fritz Peter Buch, que se suponía la inauguración de la bilateralidad en pequeño, de un sistema restaurado de relaciones.

El periodista Guillermo Jiménez Smerdou, que se entrevistó con el director, cuenta en una de sus crónicas que las aspiraciones de Peter Buch, empeñado en rodar en la provincia, iban más allá de las urgencias nacionales. La industria, lejos de su antiguo poderío, buscaba a la desesperada alternativas de financiación. Y la cooperación con otros países, y más con España, donde todavía coleaba el resabio de la simpatía y alianza con Hitler, parecía una apuesta sustanciosa. El cineasta pensaba estrechar lazos y proponer una línea permanente de ayudas y coproducciones, al cincuenta por ciento en lo artístico y en lo económico. Cuba Cabaña, con la eñe omitida en todos los países en los que se estrenó, estaba llamada a ser, en este sentido, la primera pieza del engranaje. Sin embargo, quedaría a la postre como prácticamente el único testimonio. Con las imágenes insuficientemente localizadas de Málaga danzando en el centro de un relato que se pretendía tropical y latinoamericano.

Como en tantas otras producciones extranjeras, la Costa del Sol, entonces aún naciente, formaba parte en la película de las extensiones ficticias de una república sin nombre y vagamente selvática. Un país en el que destacaba, sobre todo, la dueña de un salón de bailes, Zarah Leander, reclutada para la ocasión en un intento a la desesperada de recuperar su antiguo magnetismo y desvincularlo de las zalamerías hercúleas de los nazis, que habían volcado en ella, tan sueca y pelirroja, toda su borrachera empachosa de valquirias, dragones y viejas marcialidades. Con Leander se brindaba y se cantaba de uniforme y con Leander se quería cantar después, cuando ya había pasado Nuremberg y triunfado los aliados. El proyecto naturalmente resultó un fracaso. Y no sólo por la actriz, que jamás volvería a ser una estrella, sino también por el exceso de ingenuidad de los planteamientos generales. Estresada y paralizada por su propia decadencia, Alemania no estaba por la indulgencia exprés y por fábulas tan deliberadamente blancas. Por no hablar del resto de Europa, que había pasado a mirar todo lo que producía el país con un poso de consternación y desconfianza.

A la Málaga rodada por Fritz Peter Buch, que era también la de Zarah Leander, sólo la vieron los alemanes. Ni hubo nuevas coproducciones, ni tampoco estrenos que permitieran contemplar esa mezcla tan bulliciosa de ficciones: una pelirroja bellísima, de poderosa garganta, perdida en un territorio fascista que se suponía americano para hacer olvidar a sus compatriotas la conmoción del Führer y de su totalitarismo megalómano. La pobre Leander, tan injustamente zarandeada como Joselito, sin poder escapar en ningún parte de la compañía de los militares. Si es cierto lo que insinúan algunos de sus biógrafos, lo de que en realidad era una espía rusa, el rizo quedaría con en la Costa del Sol perfectamente anudado. Con unas dosis inevitables de casticismo la escena habría servido como homenaje internacional a la comedia bizarra. No es de extrañar que a la crítica alemana le resultara todo demasiado folclórico. Mucho más que cuando Zarah Leander había rodado La habanera en Tenerife, cuando era la diva favorita de Hitler, la sustituta de Greta Garbo, de Marlene Dietrich. Luego llegaría el plan Marshall. Y la democracia española. Con la cinta para siempre enhebrada en un tiempo de fantasmas.