Recuerdan la oscuridad de aquella noche como si hubiera sido ayer. No había luna, tampoco sonidos. El salitre les envolvía y solo la risa les ayudaba a pensar que no se estaban jugando la vida.

Aquella travesía en patera salió bien, porque hoy sus 27 integrantes, todos ellos hombres, magrebíes, están en España. Llevaban leche, dátiles y galletas para soportar el hambre, la sed y calmar la ansiedad. Veían a grandes peces nadar a su vera, casi acompañándoles como guías. Trataban de entretenerse para evitar pensar que, aunque supieran nadar, naufragar en el Mar de Alborán les haría perder, inevitablemente, la vida.

Mohamed y Abdeslam veían en España el futuro que no vislumbraban en su Marruecos natal. Las últimas revueltas en Alhucemas les recordaron que la vida que ansiaban no era la que estaban teniendo. Les costaba dinero trabajar, no tenían para comer ni tampoco para pagarse el alquiler tras años de sacrificio.

Por eso, sin apenas meditarlo porque hacerlo supone dar un paso atrás, se decidieron a comprar una barca con motor, una patera. Cruzarían el Mediterráneo desde la Costa de Alhucemas con la única ayuda de una brújula, la que marcaba el Norte, sinónimo de futuro, de Europa o España. En definitiva, de su tierra prometida. 175 kilómetros les separaban de su destino.

Es 30 de julio, de madrugada. El grupo se introduce en el mar, a oscuras, en silencio. Cualquier ruido podía hacer que la guardia marroquí sospechara y les detuviese, por eso ni siquiera se sirvieron de las linternas que llevaban, se lo jugaban al todo o nada. Tras doce horas a la deriva, vieron un gran barco que les avistó. Era la marina italiana, que los trasladó a un buque español que, dos horas después, los desembarcó en Motril. Cruz Roja les atendió y separó el grupo por edades. Los mayores de edad fueron a parar a Málaga, donde aún hoy siguen.

Abdeslam Belhaj tiene 42 años y la sonrisa dibujada en el rostro. Es un apasionado del comercio y espera poder volver a vender como hacía en su país. Admite, con ayuda de su traductor, el técnico de Cruz Roja Jamal Elkdib, que su gesta fue una lotería, en la que el premio gordo era arribar a España con vida. «Me encantaría quedarme en Málaga, la gente nos trata muy bien», señala el hombre, que adora pasear por la playa y por el Muelle Uno.

El día que llegó a Málaga llamó a sus familiares para informarles de que había cruzado el mar en busca de un futuro mejor. Le reprocharon que no lo hubiera contado, pero se excusó diciendo lo evidente: si lo hubiera anunciado no le hubieran permitido embarcarse.

Su amigo Mohamed, de 28 años, tenía ambiciones. Había estudiado formación profesional y había trabajado en el aeropuerto de Nador, aunque más tarde continuó trabajando para Carrier en Casablanca y Oujda. Pero él siempre supo que quería pisar tierra española con la idea de tener un futuro más prometedor. En total, lo intentó cinco veces. En una de las ocasiones se vieron sorprendidos por los policías marroquíes, por lo que se dieron la vuelta. En otra, su barca empezó a hundirse porque muchos decidieron sumarse a la patera de manera improvisada. Otra vez lo intentó con una moto de agua y también como polizón en un barco en Nador. El destino tenía escrito que debía esperar al 30 de julio de 2017.

Ahora esperan un futuro mejor. Se sienten como en casa, les gusta el clima, la gente y la ciudad, pero no pierden de vista que los atentados de Cataluña han incrementado en ciertos sectores de la población el racismo. «Es evidente que tenemos miedo, los que han hecho eso son paisanos nuestros pero no nos representa lo que hacen ni lo que dicen», asegura tajante el más joven de los dos, que deja a un lado en este punto de la conversación su timidez para recordar que sólo quieren trabajar y crear una vida lejos de la violencia.

Belhaj, por su parte, afirma que una de las mayores trabas es el idioma, que intentan aprender a marchas forzadas para responder a las miradas furtivas cuando les oyen hablar mientras caminan por la calle charlando sobre su pasado y, sobre todo, sobre qué les deparará el futuro.