Había una serie de cabezas paradas. En formación de espectros, abusonas en su carnalidad y al mismo tiempo sin vida. Como los monstruos que entre notas agalbanadas de piano poblaban el cine de terror y las esquinas más manipulables de las pesadillas. Los visitantes, sin embargo, no iban hasta allí por el miedo, sino por unas ganas de pasarlo bien a las que sólo les faltaba la cantimplora y que se nutrían en gran medida de la novedad -los museos de cera apenas existían-, pero también del prestigio de la marca, la de Madame Tussaud, que todavía golpeaba con la fuerza de los crecepelo y de los espectáculos de barraca cuando anunciaban su presencia en las antiguas ferias de provincias. Torremolinos vivía unas décadas muy locas. Y nadie parecía extrañarse. Pero lo cierto es que el hecho de que uno de los centros turísticos más frecuentados de Londres abriera oficina en Málaga no dejaba de representar una auténtica rareza. Y más, en esa época, poco dada en general a las franquicias museísticas, a la mcdonalización, que dice Castro Flórez. Y mucho menos, en lo que respecta a la cera, hoy tan desprestigiada y señalada como una subcategoría prescindible de lo grotesco. Especialmente, en Madrid, donde forma parte, junto al jamón de saldo, los calamares y el musical, de la ruta agropop ineludible que es, en suma, la venganza final contra los domingueros, la respuesta castiza a las visitas.

En Málaga este tipo de atracciones estaban libres de asociaciones y, hasta, de trasfondos de socarronería. Sobre todo, porque no había precedentes -el de Torremolinos se inauguró en el mismo año, 1972, que el de la capital de España-. Pero también por el prestigio de la marca que sustentaba el proyecto, el Wax Museum, que aún conservaba las fascinación de su artífice y protagonista; fue Marie Tussaud la primera en poner de moda las esculturas de cera. Y, además, por la vía sórdida y a lo grande, reproduciendo desde la cárcel, y forzada por la revolución francesa, la cara de todos los que pasaban por la guillotina. En Inglaterra, en su museo, Madame Tussaud, exhibía el rostro de Marat y Napoleón. Y hasta de Robespierre y de María Antonieta. Y si no hubiera sido por la incongruencia de las fechas -la célebre pionera murió en 1850- habría resultado interesante ver qué tipo de equivalencias proponía para la provincia. Daría, sin duda, para escribir una jerarquía. Pero a falta de comités de salvación y de enciclopedistas -mejor era no tentar a la suerte ni a Franco- la casa del Wax Museum y sus colaboradores españoles se decantaron por su propia versión de los horrores. Con una división inicial que incluía a toreros, cantaores y personajes del cine y de la literatura.

Muchas de las figuras que integraron esa primera colección serían posteriormente muy comentadas; a veces por el caprichoso parecido respecto a su modelo y en otras ocasiones porque todavía no andábamos muy acostumbrados en España a ver en cuerpo y supuestamente sin alma a Manolete y otros personajes conocidos. Ni siquiera al hijo pródigo, que antes fue maldito y despreciado, el mismísimo Pablo Ruiz Picasso, que no volvería a exhibirse en Málaga en tono pseudorosado y de talla completa prácticamente hasta hace poco, cuando al artista Eugenio Merino le dio por velarle en la Alianza Francesa con una escultura hiperrealista.

Desaparecido en las décadas siguientes, casi desvanecido en el tiempo, el museo de cera de Málaga alcanzó, no obstante, grandes cotas de curiosidad y de popularidad. Tanto entre el público internacional como el español. Incluso se seguían con expectación, al estilo del de Madrid, aunque sin la cara de perplejidad de los famosos al fotografiarse con las figuras. Una de las más mencionadas en prensa fue la los protagonistas de la serie V, que se vendió como algo exclusivo en Europa. Que no estaban los dispendios ni el patrimonio para pelear por el mural de Pollock con otras pinacotecas.

Mientras el régimen y el turismo resolvían sus contradicciones, especialmente esperpénticas en esos años, con las famosas redadas contra el vicio, Torremolinos daba un paso más con su museo de cera hacia la extravagancia y Europa, tan lejana en otros frentes y ámbitos ordinarios de la vida. Una especie de reserva dada de mano por las divisas, construyendo su propia leyenda entre jóvenes de todo el mundo, fiestas, famosos y decorados vivos de militares y procesiones con mantilla. La propia Marie Tussaud hubiera disfrutado mucho de la mezcla, tan afecta al mundo abigarrado, a la paradoja y al cosmopolitismo fantasma que exhibía su negocio de la calle Baker, el primero de los museos Tussaud. Torremolinos y el Max Museum lógicamente se entendían. Y en esos pirados y capitales setenta engendraban también su mundo, con artesanos locales metidos al negocio, poniendo los dedos en la masa, fieles, con más de un siglo de diferencia, a las máscaras francesas, a las de la guillotina.