Lo dijo la CIA en sus informes: España tiene un problema serio con las drogas. Eran los primeros años de la democracia, los de la tórrida y carnavalesca movida. Y ahí todo era desafío, avidez, justificación. Luego vino lo consabido, los miles de jóvenes muertos, prácticamente uno en cada esquina, las campañas de información. Y lo de ir a tope y colocarse, que exclamaba hasta Tierno Galván, dejó de ser gracioso. Se adquirió violentamente conciencia. En general. Lo que no implica que el problema, ni mucho menos, dejara de existir.

La historia de este país con las drogas es, como la de tantos otros, bastante siniestra. Y no resulta fácil de contar. Especialmente, por la dificultad estilística de situar el discurso en algún punto intermedio entre la negación-tan fácil, en el fondo, de evadir- y la advertencia amiga y no sermoneada. Un problema que conocen de sobra los profesionales. Sobre todo, los que se dedican a la prevención, acostumbrados a moverse en esa gran antinomia, en ese choque de trenes: las drogas tienen muy mala y muy buena prensa a la vez.

El ejemplo más evidente es el alcohol. ¿Decirle a la gente que no beba, que controle? ¿En un país en que hasta la economía empieza en la cañita, en el fiestón? ¿Con qué legitimidad? Los límites no están claros. Y si ya son difíciles de advertir para un adulto -la mayor parte de los alcohólicos tardan más de trece años, según Proyecto Hombre en reconocer su adicción- qué se puede decir de la juventud. Los adolescentes, los chavales beben. Y eso no es nuevo ni da para un titular. Pero sí que cada vez les sea más difícil no hacerlo. Lo cual, atendiendo a la estadística, no parece muy difícil de entender. Según un estudio del Centro de Provincial de Drogodependencias de la Diputación de Málaga, el 80 por ciento de los menores de entre 12 y 18 años -sí, han leído bien- afirma haber probado el alcohol. Y sin que eso comporte para ellos, sino más bien lo contrario, el menor coste social. Con la bebida en los menores ha pasado igual que con el resto de drogas entre los adultos. Si hace treinta años el perfil del consumidor se relacionaba con la exclusión, con las rutas y catacumbas de la marginalidad, ahora el peaje, al menos de partida, se ha vuelto bastante más difuso. Hasta el punto de que en algunos ambientes, y con mayor incidencia entre los más jóvenes, se traduce directamente en aplauso social.

Lo cuenta Juan Jesús Ruiz, responsable del centro: se necesita ser alguien con una personalidad muy fuerte, casi al margen, para negarse, en este caso, a beber. Las cifras recabadas en el estudio dejan en franca minoría a los adolescentes que ignoran el alcohol. Y más en la franja más cercana a la mayoría de edad, la de la práctica regular y masiva del botellón. Beber o no beber ahí no significa elegir una forma de diversión. Si no, en muchos casos, integrarse, recibir la aceptación del grupo. Ser un raro o simplemente uno más.

Las cifras con el alcohol que presenta la provincia no permiten frivolizar. El equipo que dirige Juan Jesús Ruiz, que asiste en toda la provincia, con especial atención a las localidades de menor población, diseñó terapias el pasado año para más de 1.700 personas. De ellas, el 31 por ciento se pusieron en contacto con el centro por problemas relacionados con la bebida. Le siguen la cocaína -muy presente también entre los atendidos por Proyecto Hombre- y el cannabis, que no deja de ampliar su popularidad entre la juventud.

Décadas más tarde de la masacre de la heroína, y en una sociedad mucho más instruida al respecto, las drogas siguen matando. E, incluso, abarcando un espectro social que mira hacia abajo, a edades que hace medio siglo apenas coqueteaban con el cigarrillo negro y el culo del chatín. ¿España es demasiado permisiva? ¿Están excesivamente presentes las drogas y el alcohol? Juan Jesús Ruiz insiste en que la clave está en la prevención. Y, por supuesto, también en la comunicación en la propia familia, donde a veces el silencio deja vía libre, y de manera mal entendida, a la imitación.

Según la última memoria de Proyecto Hombre, correspondiente a 2016, los adolescentes empiezan a consumir drogas entre los 15 y los 17 años, si bien cada vez se detectan más casos de acercamiento todavía más precoz. Con el alcohol la dificultad extra estriba en sus altos niveles de aceptación y en la pauta de consumo, mucho más acelerada entre los adolescentes. Beber, a veces, tiene muy poco de celebración de la vida mediterránea. Y lo normal con los jóvenes, aclara Juan Jesús Ruiz, es que se busque lo más rápido posible la intoxicación. Cuatro o cinco copas calibradas como de alta gradación en apenas dos horas. Sin calcular el daño extra que provoca el abuso, sobre todo, en cerebros todavía en formación.

Muchos de los adolescentes que inician la terapia en el centro de la Diputación aseguran que su objetivo no es abandonar totalmente la bebida, sino aprender a consumir con moderación. La mayoría acaba, sin embargo, confesando que le cuesta más mantenerse en la cañita que no volver a probar un trago. La ecuación no es fácil. También están los que se exceden y dejan de hacerlo conforme avanza su juventud.