Como Groucho, pero todavía más impenitente, se habría levantado para hacer bromas. Quizá, incluso, arrasando sondas y fonendos, buscando bajo las mascarillas de quirófano algún rostro sonrojado al que dirigirse. Siempre a tono con la fama. Pícaro antañón y exquisito. Nadie, ni siquiera las enfermeras del Clínico, tan habituadas a los cambalaches siniestros de la muerte, habría pensado en una despedida. Y no porque estuviera absuelto por edad, que ahí estaban sus 87 años, sino por su vitalidad huracanada; en el último mes había estado en una gira por Europa de las que dejarían desbravecido a cualquier adolescente: partidas inacabables, abrazos a Kasparov, comidas, elogios a la mujer española. Y hasta visita a casinos, que fue donde le sorprendió el ataque. Entre grandes risotadas, en un hotel de Marbella.

Si alguien hubiera seguido la ambulancia que trasladaba a Miguel Najdorf. seguramente, y con la debida perspicacia, habría visto perderse por la costa toda una procesión de figuras difuminadas; jugadas a medio camino entre la inmaterialidad y el polvo, perdiéndose entre fantasmas, a la luz del Mediterráneo. Al Clínico llegaba uno de los mejores ajedrecistas de la historia. Y, sobre todo, el más carismático. El hombre castigado por los nazis. Que vivió dos vidas: una como polaco y otra como argentino. Confluyendo todas azarosamente en Málaga, para él lugar de trabajo y, al mismo tiempo, de vacaciones.

En ese fatídico mes de julio de 1997 Najdorf se paseaba por la provincia desprovisto de aires trágicos y sin premoniciones. Con la misma alegría insobornable y la tenacidad del que sobrevive a todos los horrores colectivos e individuales; la quema de su familia por el mismo nazi que le había entregado años antes la medalla de campeón en las olimpiadas, la muerte de su mujer. Decía que del amor ya sólo le quedaba el ajedrez. Y lo vivía con entusiasmo. Viajando por todo el mundo. Jugando todo lo que había que jugar. A veces, incluso, él sólo contra todos. Como cuando conquistó el récord de partidas a ciegas, sin fichas ni tableros, memorizando a la vez miles de movimientos. «Tengo una memoria privilegiada según para qué. Si me prestan dinero, trato de olvidarme en el acto», comentaba.

De la vida y la muerte de Najdorf, de la que este año se han cumplido dos décadas, quedan sus galanteos, la facultad sobrehumana mnemotécnica, la victoria contra Fisher. Y, por supuesto, también sus grandes partidas mediáticas: contra el Ché Guevara, contra Churchill. La correspondencia con el Vaticano. Su popularidad, también en la futbolera España, podía ser a ratos como la de una estrella del rock. Sobre todo, si se le dejaba hablar, que era lo que hacía que sus capacidades se volvieran completamente extremas: daba la impresión de que el maestro estaba bendecido para ser lo que quisiera. Y de hecho, a ratos, lo fue. Especialmente, durante sus primeros años en Argentina. De la gloria europea, Najdorf pasó a salvarse del holocausto por casualidad. O mejor dicho, por el ajedrez, que en ese momento le había llevado a disputar un campeonato internacional en Buenos Aires. El maestro se convertiría entonces en un vendedor ambulante, en un agente de seguros, en un tipo que no hablaba más que con las manos. Y que durante un tiempo viviría en un apartamento improvisado en las gradas del Newell´s Old Boys, el equipo de Messi.

Como el escritor Witold Gombrowicz, aunque más parlanchín,, Najdorf no tardaría en adaptarse. En 1961, cuando vino a Torremolinos a disputar el torneo internacional, ya era el viejo gaucho entrañable que le daría fama dentro y fuera de las instalaciones. Pocos días antes de morir, en su último acto público, el maestro confesaría que España era el mejor sitio del mundo para el descanso de los jugadores. «Lo tiene todo. Incluida la belleza de sus mujeres». La misma y larga gira que lo trajo por última vez a la Costa del Sol también había hecho escala en Londres. Y en Madrid, donde Kasparov lo recibió alborozado, hablando de él como el genio más alegre y la personalidad más alocada que había dado nunca el arte de los trebejos. Un campeón capacitado para rememorar movimiento a movimiento partidas jugadas contra aficionados veinte años antes no se arrugaba con los cambios. Ni siquiera con los de la Costa del Sol, que había sufrido una transformación radical; con edificios surgiendo como alfiles y torres disparatadas, en mitad de la que fuera la nada gozosa, la de la arena, los árboles y el agua. Fue un edema pulmonar el que le retiró antes de tiempo del hotel de Marbella. Y el que lo tuvo peleando, mano a mano contra el jaque, en el Clínico. Najdorf no regresaría nunca de aquel viaje. Al menos, con los ojos impetuosos y abiertos. Murió haciendo lo que más le gustaba. Como un torero intelectual y pacífico. Su última maniobra, el último tacto de las figuras de marfil, sellado para siempre en la provincia de Málaga, allá donde bracean los turistas en busca de desenfreno. La memoria del memorioso, del maestro.