Hace pocos meses comencé a barajar la idea de escribir un artículo académico acerca del extenso trabajo como arquitecto de Ignacio Dorao Orduña. El texto tendría el formato de entrevista debido a la amistad que con él me unía, y en él esperaba que desgranara y comentara su notable aportación a la arquitectura malagueña de las últimas décadas. Por desgracia, esa idea ya no podrá llevarse a cabo, pues Ignacio falleció este pasado domingo, 22 de octubre; sirvan pues estas torpes líneas -escritas desde el dolor de la pérdida- para intentar paliar mi falta de diligencia en realizarla.

El legado de Ignacio Dorao Orduña está pendiente de ser calibrado en su justa medida, tarea dificultosa debido a su modestia a la hora de valorar su propio trabajo. Esta faceta siempre me sorprendió: cuandoquiera que recibía algún elogio por sus proyectos, él solía escabullirse resaltando a su vez algún logro nimio de su interlocutor.

Es bien sabido su involucramiento en la recuperación del patrimonio edificado de la ciudad de Málaga: en su haber constan, entre otras, las rehabilitaciones modélicas de la Casa Consistorial, de la plaza de la Merced y de la antigua Casa de Socorro del Llano de la Trinidad para dependencias de la policía local; proyectos todos ellos acometidos en los años 80 y 90 en su cargo de arquitecto municipal. Por cierto que, muy cerca del Llano, hemos podido admirar recientemente la terminación de otra exitosa actuación, cuidadosa y medida, en el nº 17 de la calle Calvo; esta vez proyectada y ejecutada por el también arquitecto Ignacio Dorao Moris, digno continuador de la obra de su padre. Ambos edificios constituyen muestras ejemplares de lo que podrían haber resultado los barrios trinitario y perchelero si las políticas de planeamiento urbano hubieran seguido derroteros distintos al exterminio de toda traza preexistente.

Menos conocida es su actuación previa en el terreno de lo que recientemente se ha bautizado como «arquitectura del sol», tipos edificatorios que han modelado la oferta turística de nuestro litoral. Hubo un tiempo en que mis derroteros profesionales me llevaron a frecuentar las localidades de la costa occidental; para un arquitecto, las creaciones de Antonio Lamela o Rafael de la Hoz -por ejemplo- son gemas que brillan entre el hormigón anodino que en ellas suele imperar. Con el tiempo, fui también distinguiendo también en determinados edificios anónimos rasgos estilísticos cultos, a la altura de la mejor arquitectura de la Tercera Generación, adaptados a la luz meridional y a la actividad relajada y abierta al exterior que caracteriza esta forma de habitar estival. Hablo de El Borbollón o El Remo en Torremolinos, los Olimpos o los Perla en Fuengirola: en la plasticidad de sus fachadas, en la brillante composición de sus espacios era evidente que latía el genio creador de un arquitecto con verdadero talento. Siempre me intrigó conocer su autoría, pues era evidente que procedían de la misma mano, hasta que en una conversación trivial con Ignacio salió a relucir su autoría, a la que -eso sí- restó toda importancia.

Ignacio Dorao Orduña, doctor arquitecto, era un hombre ilustrado y entusiasta, generoso y con múltiples inquietudes intelectuales y artísticas; características extensivas también al cálido ambiente familiar que han creado en torno a sí él y su esposa Marga, y que han sabido igualmente inocular a sus hijos. Navegante y pintor de barcos y marinas, era también un excelente caturicaturista y dibujante; hacía gala de haber dibujado todos los pueblos de la provincia, y con la colección resultante proyectaba la publicación de un libro que compila todos esos apuntes. Ojalá que vea la luz pronto, sería un precioso homenaje en su memoria.

La arquitectura malagueña está hoy de luto. La mayoría de nosotros apenas dejará una leve huella de nuestra fugaz existencia en este mundo; no es el caso de Ignacio, cuya figura queda no solamente en la memoria de su familia y amigos sino también en sus creaciones, que perdurarán en el tiempo. Que la tierra te sea leve, querido Ignacio.