Fue el otro día en Proteo, la librería que dirige con una sonrisa y suma profesionalidad Jesús Otaola. Vi a una chiquilla comprarse un libro. Y sonreí. No es que los jóvenes no lean, pero, qué quieren que les diga, cuando veo a alguien que tiene menos de veinte años adquirir un libro me invade la alegría. Hace poco una amiga compartió en Facebook la anécdota que contó un librero de Barcelona, me parece. Al parecer, una madre acudió a la librería para pedir dos libros, uno en catalán y otro en español. El librero le preguntó que qué obras quería y se felicitó por que la hija de su cliente leyera. Ella contestó que le daba igual qué libros fueran, pero que, en cualquier caso, debían ser gordos porque eran un castigo por haber suspendido el primer trimestre del instituto. Sus Reyes iban a ser libros. Creo que eso ilustra a la perfección la enorme tarea que tienen ante sí los libreros de esta ciudad. Y no hablo de las franquicias, que también, sino de librerías como Proteo, Áncora, Rayuela o Luces que han apostado por la buena literatura como modo de supervivencia. Meto aquí también a La Casa del Libro, porque sus actividades y clubes de lectura también son de destacar. Uno, que escribe cuando le dejan, no puede dejar de agradecer ese trabajo en una ciudad que, más allá de los museos y el cine que puede verse en el Festival, desdeña, y me refiero a las instituciones, todo lo que huela a literatura, más allá de los premios oficiales.

Estos días que andamos todos de arriba abajo buscando regalos tal vez nos ofrezcan una oportunidad para arribar hasta alguno de esos refugios y comprar el libro que siempre quisimos leer, ese clásico que se nos resiste, ese ensayo que rebate nuestras ideas fundamentales, ese verso que nos marcó para siempre o la novela que cambió nuestras vidas. Estas jornadas, que dedicamos a comer y beber sin final y a desearnos lo mejor que se nos ocurre para otras, he podido comprobar con satisfacción el goteo incesante de clientes en algunas de estas librerías, donde hay de todo y para todos y, a veces, he podido escuchar el eco lejano de mis primeras lecturas llamándome desde esas estanterías que sostienen sueños, desvelos y grandes historias.

En mitad del inmenso centro comercial en el que cada tarde se convierte el corazón de la ciudad, estas librerías sobreviven como islas de esperanza en medio del consumismo masivo, sin que nadie les ayude, más allá del titánico pero pequeño esfuerzo que hacemos los lectores irredentos por tratar de que ellos sigan existiendo para que, de otra forma, nosotros podamos seguir leyendo, disfrutando, viviendo.

Mención aparte merecen las librerías de barrio, que tienen tal vez un panorama más difícil en una sociedad en la que la lectura es un acto de rebeldía y de soledad, muy alejado de las formas de ocio dominantes.

Málaga tiene ante sí una oportunidad de oro de potenciar también este aspecto cultural como ciudad esencialmente entregada al turismo especializado en este sector. Nos va mucho en ello.