Nuestro cerebro le da igual que seamos influencers, carlistas o faraones. Las ideas que construimos sobre el mundo exterior y la tecnología que desarrollamos para dominarlo no tienen ninguna influencia sobre este dictador que lleva milenios refinando su manera de hacer y de gobernar el resto del cuerpo. Y aprender a usar la información que mandan otros humanos a través de sus palabras o sus gestos es un proceso al que le ha dedicado muchos milenios: no vamos a convencerle de que ya no necesitamos la comunicación cara a cara porque hemos inventado el teléfono móvil y las redes sociales.

Se cumple la primera década de la expansión en España de la web 2.0 y se puede hacer balance. La web participativa y el dispositivo que permite llevarla a todas partes han cambiado de forma objetiva el mundo: En Occidente, la población dedica una media de más de cinco horas al día a su teléfono, según un estudio publicado en la revista PLOS One en 2015, mientras que otras investigaciones recogen que hasta un 46% de los ciudadanos asegura «tener muchas dificultades» para desarrollar su vida sin el móvil. Hemos aceptado que la red tiene, si no más, el mismo valor que la realidad. Hemos acordado que tener acceso virtual a todo el conocimiento y a todas las personas es mejor que poder conocer sólo una parte pero de verdad. Las generaciones más jóvenes han mudado la mitad de sus vidas a internet y el resto parece haberlo aceptado. Los más alarmistas y tecnófobos hablan de plaga, de adicción o de generaciones perdidas. Los más tecnólogos admiten que el impacto social de esta innovación es mayor del que podrían calcular.

«A mí nadie me tiene que convencer de que estamos ante un problema de adicción cuando tenemos centenares de muertes al año por despistes por culpa del móvil o cuando se nos llena la sala de padres preocupados por sus hijos», afirma el psicólogo Marc Masip, quien dirige un gabinete especializado en desconexión digital.

De repente, la especie acostumbrada a hablar y a mirarse dejó de saber hacerlo bien. Numerosos estudios empiezan a alertar sobre los efectos que tiene cambiar rostros por pantallas para un animal que ha sobrevivido en grupo interpretando movimientos, expresiones y sonidos de sus congéneres. Buscando caricias de madre y abrazos de compañeros. «Todo esto ha sido seleccionado por la evolución como positivo. Eliminarlo va a traer consecuencias.

Aislamiento, reclusión y abandono», sostiene Salvador Martínez, director del Instituto de Neurociencias.

Buscamos el valor del contacto cara a cara en pleno auge del imperio social media.Tres estudios

La psicología lleva mucho tiempo ocupada con el impacto de las tecnologías en la sociedad y empieza a disponer de un cuerpo documental desde el que sacar conclusiones. Varios estudios han encontrado relación entre el uso de «smartphones» y pérdida de empatía, menor intensidad de los vínculos entre amigos y un nivel más bajo de disfrute de la propia vida.

Uno de ellos obliga a pensar en cómo se están criando los niños. Hace tres años, un grupo de investigadores de diferentes universidades de EE UU decidieron averiguar si los teléfonos y los videojuegos están reduciendo el «don de gentes» de los menores. Decidieron comprobar qué ocurriría si le quitaban a un grupo de chicos las pantallas, los sacaban al aire libre y aumentaran sus posibilidades de interactuar cara a cara. ¿Mejoraría su capacidad para detectar emociones en los demás?

Para su experimento, seleccionaron a dos grupos y evaluaron sus habilidades empáticas durante cinco días, solo que uno de ellos haría vida normal mientras que el otro pasaría ese tiempo en un campamento realizando actividades al aire libre y sin acceso a ningún tipo de pantalla o dispositivo. El resultado confirmó las sospechas: los chicos del experimento «aumentaron significativamente sus habilidades en identificación de signos emocionales frente a los del grupo de control», según los resultados publicados en la revista Computers in Human Behavior.

Los veinteañeros, asiduos a plataformas como Instagram, Facebook, Whatsapp o Twitter, también preocupan a los investigadores. La sospecha de que la calidad de las relaciones personales es menor si tienen lugar a través de videochats, llamadas o mensajes en lugar de cara a cara condujo a tres psicólogas de dos centros californianos a medir cómo de buena era en un experimento. Hallaron que, efectivamente, las sonrisas, asentimientos, los gestos con las manos y otros indicadores de emociones positivas hacia el interlocutor (estudiaron también el tono de voz o el uso de emoticonos, mayúsculas o exclamaciones en las conversaciones sin vídeo) se disparan en persona pero van cayendo progresivamente si la charla se traslada a videochat, de aquí a la llamada de voz y desde el audio al mensaje instantáneo. El número de emociones en persona era casi diez veces superior a las que se registraron usando mensajes instantáneos. Estas variables tienen gran valor porque las emociones son difíciles de reprimir y también de falsear.

Aunque las participantes manifestaron que la cercanía que sentían hacia sus amigas era muy parecida en persona y a través del móvil -el experimento usó parejas de amigas íntimas heterosexuales-, objetivamente mostraban ser más felices hablando cara a cara que a través de una pantalla. Si no eran conscientes de sus sonrisas, seguramente tampoco de que mirarnos a los ojos tiene premio: cuando reforzamos un vínculo con otro individuo, el cerebro nos premia con una inyección que nos hace sentir increíblemente bien.

Para Salvador Martínez, el cara a cara permite intercambiar también información no verbal. Esta transmisión «favorece la empatía y con ello el placer de la comunicación», materializado por «la secreción de hormonas que nos proporcionan sensación de placer para fomentar la conducta social».

El director del INA explica por qué las chicas fueron más felices hablando en persona aunque también disfrutasen vía móvil. «El lenguaje humano por su complejidad ha permitido llegar a transmitir conceptos abstractos y la representación de estos, como ideas o sentimientos. Es esta capacidad de representación lo que nos permite predecir lo que piensa o siente otra persona cuando nos los comunica y también lo que nos permite ponernos en su lugar. Ayuda a que tengamos empatía incluso a distancia, imaginando su actitud e imitándola», sostiene el también catedrático de Anatomía y Embriología Humana.

Un nuevo trabajo consolida la posición de quienes creen que la tecnología está ocupando el espacio de cosas más importantes, no ya desde el punto de vista social sino del biológico. Tres investigadores de la Universidad de Bicocca de Milán procesaron datos estadísticos sobre población adulta en Italia para probar que existe un vínculo entre el uso intensivo de móviles y mayor aislamiento y escasa satisfacción con la propia vida. El trabajo, publicado en octubre en Journal of Economic Psychology, plantea que la enorme conectividad y el pequeño tamaño de los teléfonos inteligentes los convierte en intrusos que sabotean las interacciones cara a cara, lo que reduce el impacto positivo de estos encuentros en el bienestar. Los autores encontraron en una enorme correlación entre un mayor uso de esta tecnología y un bajo disfrute del tiempo que se pasa con los amigos. El trabajo -que incorpora una elocuente gráfica que muestra cómo la mitad del país que más usa el móvil es la que menos tiempo pasa con sus iguales- respalda la idea de que el uso que estamos haciendo de las nuevas tecnologías acerca a los que están lejos pero aleja a quienes están cerca.

Hable, joven

Sherry Turkle, investigadora del Massachusetts Institute of Technology (MIT), abandera el movimiento mundial para recuperar el contacto de calidad cara a cara. La psicóloga y socióloga, que publicó hace dos años En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital cree que si nunca hemos pasado tanto tiempo mandado mensajes y, a la vez, nunca nos hemos sentido tan aislados es debido a la falta de charlas de este tipo y a la cantidad de veces que las abandonamos para mirar el móvil.

Mientras invita a los adultos a recuperar este arte, señala a los jóvenes susurrando que «se nos ha olvidado que hay una generación que ha crecido sin saber lo que es una conversación ininterrumpida», según contó en una entrevista hace dos años. «Ellos no tienen una referencia de una comunicación sin medios digitales. Para las generaciones mayores la tecnología es una herramienta, pero para los jóvenes es algo que viene integrado en su vida y en la de sus iguales», explica Álvaro García del Castillo, profesor de Psicología Social.

El paradigma comunicativo está cambiando a medida que los millenials más jóvenes y los primeros Z -las generaciones de los nacidos a partir de 1983- crecen y dan forma al presente. García del Castillo cree importante describir cómo es su forma de relacionarse en un día a día donde lo online y lo offline se funden. «Su modelo de relación incluye mandarse cosas entre ellos incluso cuando están reunidos», apunta el doctor en Psicología.

Los milenials

Hiperconexión dominada por aplicaciones diseñadas para estimular y recompensar al cerebro mediante comentarios y «likes» y, por tanto, para reforzar esa conducta. El intercambio es compulsivo y se priman los formatos «que mejor cumplen el principio de economía del lenguaje, para postergar la gratificación al mínimo», apunta. Imagen mejor que texto, y «gifs» -animaciones cortas- mejor que vídeo. Es una conversación casi simbólica y a flashazos que penaliza todo aquello que no hace inmediato el premio: conexiones lentas, tiempos de carga excesivos, textos largos, pausas y silencios.

«No puedo imaginarme a estos chicos sentándose para una entrevista y teniendo una conversación con facilidad. Los adolescentes que atiendo en clínica desbloquean el móvil constantemente, es una estrategia para evitar el conflicto cara a cara. No han tenido que aprender de las pausas incómodas, y tolerar ese tipo de malestar no es algo a lo que se van a acostumbrar si nadie lo convierte en una prioridad», reflexionaba la psicóloga infantil Melissa L. Ortega en un artículo del Huffington Post.

Como volverá a comprobar esta Navidad, no es una cuestión que se solvente con un «eso es en Estados Unidos». «Lo que veo en mis alumnos más jóvenes es la impaciencia la hora de comunicarse. La inmediatez de la comunicación digital, estar conectados en cualquier momento, hace que en los cara a cara o cuando alguien está exponiendo algo se aburran antes. Si hay algunos segundos en que cuentas algo que no les interesa, desconectan», afirma José Luis Estellés, formador de equipos de debates universitarios.

Celia Herrero y Jesús Tejada, estudiantes de derecho y miembros veteranos de clubes de debates, aseguran que cada vez hay menos conversaciones entre sus coetáneos. «Con tu grupo de amigos las sigues teniendo, y no es que hayan bajado en calidad, pero sí es cierto que cada vez hay menos», apunta Herrero. Practicantes de la oratoria por vocación y también por necesidad -«en el mundo exterior todo es comunicación y notamos que faltaba algo en este sentido en el plan de estudios», apunta Tejada-, comprueban cómo, al mismo tiempo, la gente se ha acostumbrado a debates en internet. «Son muy caóticos. La gente participa sin pensar y se acaba atacando a la persona y no a la idea. Prefiero un cara a cara porque es más fluido y te obliga a pensar y a estructurar lo que vas a decir», afirma la joven estudiante de derecho.

Al hilo de esta idea y las que señalan los estudios citados, el director del Instituto de Neurociencias apunta que «estamos perdiendo carga emocional», un déficit relacionado con el hecho de que estemos «tomando decisiones más drásticas, sin tener en cuenta el dolor que causan o el efecto de nuestras palabras». En la gestión de lo personal y de lo público, cuando se ignora al otro el pensamiento se encierra en un búnker donde las ideas se deforman de tanto rebotar en las paredes. «Sin buenas interacciones sociales, la calidad del pensamiento es muy superficial», señala Martínez, quien recuerda la relación directa que existe entre incomunicación y desequilibrio mental.