«Ahí tienes la Zamarrilla, con su rosa roja abierta en el pecho». Claudio Gallardo se acercó hasta el altar y me mostró una virgen que me cautivó por su belleza y dolor reflejado en su rostro. Una breve oración y al salir de la ermita mientras íbamos a su Mercedes aparcado en calle Mármoles, me recordó el papel tan importante que era ser periodista. Claudio era un enamorado, casi diría un vicioso de la información, de los periódicos que devoraba con especial atención. De haber nacido de nuevo seguro que hubiera escogido ser periodista, una profesión a la que amaba.

Así tuve la suerte de conocer a Claudio Gallardo en el lejano año de 1972, un hombre de bien que siempre hizo honor a su palabra, a su pensamiento y a sus ideas. No había doblez en él aunque a veces tuviera que cimbrear la cintura para que no le cogiera más de un miura, que los hubo, a los que veía venir con esa especial inteligencia de la que estaba dotado para detectar si le derrotaban por la derecha o por la izquierda. De unos y otros sabía mantener una digna distancia, respetuoso siempre como fue con quienes no pensaban o no comulgaban con sus ideas, cual era mi caso.

Claudio sí tenía una obsesión que le taró en muchas decisiones como buen y ejemplar falangista, de los joseantonianos; de los puros. Y hacía honor de ello en privado porque no fue de alardear, sino de dar el callo y hacer realidad muchas de las ideas que defendía. Le perdía, es cierto, una cierta desconfianza y al hilo del espíritu falangista creía ver «quintacolumnistas» en su entorno. Y es que la vida y la política, en la que nunca ejerció ni quiso cargos, le había dado más de un mandoble y alguna que otra cuchillada como cuando sus socios y amigos le dejaron solo al tener que hacer frente a créditos no devueltos de Sol de España y buscar nuevos para pagar nóminas. Yo fui testigo de ello en una mañana dura, demoledora, cuando le acompañé a ver al director general de la Caja de Ahorros Provincial de Málaga en un vano intento de buscar fondos para pagar los salarios y mantener vivo el periódico del que era presidente. Nadie de su consejo quiso avalar y Claudio Gallardo, sólo ante el peligro, como un Jhon Wayne de 1,62 metros de estatura, pero de enorme corazón, firmó con el aval de su patrimonio, conseguido con no poco esfuerzo y sacrificio, una línea de descuento para que el periódico siguiera adelante.

Hombre de profundas e irrenunciables creencias religiosas supo apoyarse en la fe cuando tambaleaban algunas de sus iniciativas empresariales. Yo me quiero quedar con el recuerdo del hombre que me esperaba en el aeropuerto para enseñarme Málaga, todo sencillez y cercanía, respetuoso y un acendrado amor por una ciudad en la que había fundado sus empresas, creado numerosos puestos de trabajo y donde se había ganado el respeto por sus acciones sociales, quizás poco conocidas, pero que marcaron su vida.

Fue un hombre de bien que rodeado de sus hijos, nietos y más de un centenar de amigos, en mañana lluviosa le dimos el último adiós.