Durante muchos años, Málaga vivió de espaldas al mar. Identificado como un área de trabajo o un peligro, asociado a la pesca, los naufragios o la piratería, la ciudad plantó murallas y edificaciones que la protegían. Nadie pensó en disfrutarlo y mucho menos en hacer negocio con él hasta que pasó la Segunda Guerra Mundial y arribó a nuestras existencias el -cada vez más exiguo- estado del bienestar, ese invento que reconocía derechos como la sanidad, la educación y unas vacaciones decentes. Y así fue, el turismo nos reveló las excelencias de la playa, las virtudes de tomar el sol y la magnificencia de nuestras vistas: los de fuera nos descubrieron el tesoro que no sabíamos que teníamos.

En el intervalo entre lo que vivimos ahora -un turismo globalizado y omnipresente- y lo de antes, estaba nuestra juventud. Un poco perdida y muy numerosa, vivíamos en una encrucijada entre el orden de toda la vida y lo que las películas, las canciones y nuestra ropa nos decían. Necesitábamos expresarnos de otras formas, pero no sabíamos cuál era la más adecuada. No estábamos todavía en la sociedad de consumo, en la que hay oferta variada para tramos de edad, género y presupuesto, y nos las teníamos que arreglar con lo que parecía que había; y justo allí, en esas coordenadas, estaba El Morro.

Era una prolongación del puerto de Málaga, un vestigio histórico hermoso y canalla. Tenía un punto entre habanero e infinito: por la mañana y la tarde era territorio de paseantes, por la noche los coches llegaban y estacionaban de modo discreto. Los primeros en aparecer tenían la recompensa de ver una vista increíble de la bahía de Málaga, tachonada de luces y estrellas; los siguientes y los últimos se conformaban con estacionar a los lados del sendero que subía hasta el final de El Morro. Entonces, la magia y la necesidad se aliaban y surgía el amor, convenientemente resguardado por sábanas -o cualquier prenda si la situación lo requería-, que tapaban los ventanales del coche: la función de estas cortinas efímeras era, más que impedir que los demás viesen, asegurar una sensación de cercanía e intimidad, ya que en aquellos años pocos podían permitirse la habitación de un hotel y todavía era extraño que tus padres tuviesen casa de veraneo en el Rincón de la Victoria o Torremolinos, los dos enclaves que quedaban más próximos al aún horario estricto de llegada a casa.

El éxito de El Morro propició la aparición oportuna del antecedente más genuino que he conocido de la food truck: una autocaravana que ofertaba hot dogs, hamburguesas y condones, cumpliendo a la perfección con las demandas del público asistente. Había sujetos que se proveían incluso de una televisión portátil -prodigio que traía el contrabando portuario en aquella época, junto con las latas de leche en polvo, los transistores y el queso de bola; jamás entenderé lo de los quesos de bola- y sus vehículos refulgían con una luz especial, remedo y a la vez promesa del hogar que soñaban con tener juntos.

Fue tanta la concurrencia que tenía El Morro los fines de semana que con el tiempo se habilitó otro espacio, que respondía del mismo modo en lo que a vistas se refiere: una explanada de los Montes de Málaga, donde también se apiñaban los coches y los sentimientos prohibidos y fogosos. Tanto en un sitio como en otro, al menos que yo sepa, jamás hubo un altercado de consideración o una discusión, la gente se organizaba como mejor sabía y hacía acopio de paciencia e ingenio, de esa máxima de no molestar y disfrutar lo que se tiene, de vivir las horas cuando eres joven apurando al máximo las oportunidades. Y porque no había nada que esconder nos escondíamos, cada pareja en su coche y la noche en el de todas, en busca de los besos, las confidencias y los planes de un futuro que también para nosotros era incierto y quizás por eso, como han hecho las personas de todas las épocas en su juventud, nos aferrábamos al presente con la sabiduría barroca de que pronto nos convertiríamos en hipoteca, en hijos, en trabajo. Qué mejor forma de hacerlo que gozando de las vistas sin ser vistos, lejos de los relojes, cerca de nuestro amor.