­Esta es la historia de un viaje a uno de los puntos más fríos y más hostiles para la vida del planeta. Quizá esa sea la razón por la que sus habitantes entiendan tanto de calor. En la mayoría de las situaciones, lo utilizan para caldear los pies y las manos. Pero, en ocasiones, el fuego rompe la armadura y llega hasta el corazón. Esta también es la historia de un padre y de un hijo que trazan un vínculo único a partir de una experiencia compartida bajo un cielo tan cristalino que deslumbra a cualquier fortuna y a la fama. La de unos perros que han crecido a lo largo de miles de años, hasta formar una simbiosis perfecta con el hombre que garantiza su supervivencia en las condiciones más extremas.

Un lugar en el que sentirse mínusculo, al lado de enormes placas de hielo e icebergs que apuntalan un desierto blanco. Es extraño, pero el viaje a la noche polar comienza a plena luz del día. Una avioneta que pide tener fe en los milagros aproxima una pista de aterrizaje helada. Por debajo, un país que se esconde detrás de un armadura blanca: Groenlandia. ¿Puede hablarse de país cuando la primera piedra está enterrada por tres metros de hielo? Visto desde el aire, parece una irrealidad. Manuel Calvo, 17 años, de Málaga, la palpó con sus propias manos y se convirtió en el español más joven de la historia en conquistar el Ártico. Ahora, rememora una aventura que vivió con la única compañía de su padre y de dos inuits, los pobladores originarios de la región. Ah, y eso, la de unos perros que lo son todo: método de transporte eficaz de día y vigilante adusto de noche. Perro de Groenlandia reza el pedigrí que lleva al hombre por el camino recto.

Manuel mira las fotos de su aventura y, por un momento, ya no es el estudiante de bachillerato de Los Olivos que cuenta con las habituales comodidades del primer mundo. Vuelven a ser las seis de la mañana y la luz polar hace que sea prescindible un despertador. Estira los brazos mientras que se despereza en un refugio en mitad de la nada. La ciudad más cercana está a 300 kilómetros y la única carretera es una eterna placa de hielo. «No sabes lo que es el frío hasta que experimentas lo que son 35 grados bajo cero», asegura. Sirva para fijar el contexto la siguiente escena: los inuits , cuando perforan un agujero en el hielo para pescar, sumergen sus manos para entrar en calor. El agua no pasa de los tres grados. Manuel mira hacia su derecha y ve a su padre. Mira a la izquierda y escucha los ronquidos de Joseph Manumina y Storm Odak. Algunos nombres de los inuits ya son una declaración de intenciones en sí. Todavía quedan tres horas para que se levanten. «Aquí el tiempo y las prisas se convierten en algo muy relativo y hay que amoldarse al carácter más bien contemplativo de la gente», apuntilla. Con el paso de los días, en general, empiezas a relativizarlo todo. Un colchón renegrido y más desgastado que el cabecero del sofá de un piso de estudiantes puede evocar a la estancia en un hotel de lujo, cuando vienes de pasar tres noches en una tienda de campaña montada sobre las adamantinas placas de hielo. Manuel pone en marcha la maquinaria. Sale y recoge un trozo de hielo. Enciende un fuego en la hornilla y espera a que se derrita. Primero vierte la leche en polvo y de ahí sale luego un Cola Cao. Hay costumbres a las que uno no está dispuesto a renunciar. El único ruido que se escucha ahora es el aullido de los perros. Como si tuvieran una excesiva prisa por ponerse otra vez delante de los trineos. Sus chillidos son la verdadera sintonía del ártico, aunque en realidad son la prueba de que tienen hambre. «Se les da de comer una vez al día», explica, en este caso, el padre de Manuel. Cuando le preguntan a qué se dedica le gusta contestar que es aventurero. Ya es su tercera expedición de este tipo. «Las hubo más locas», confiesa. Aunque, en esta ocasión, le haya tocado velar por el bien de su hijo como un entrenador de su joven púgil. Ya ha dado tiempo a que se levanten Storm Odak y Joseph Manumina. Primero reparten la ración diaria de carne de foca entre los perros. La vida real está muy lejos de los moldes de Disney. Sus ropas no lucen el membrete de Goretex. Las botas que llevan están hechas de piel de foca y de oso polar. Carne humana sobre carne animal es igual a calor termogénico. La parca de Manuel, por contra, cuesta 1.000 euros y no es un capricho. Los inuits apuran sus cigarrillos rubios («fuman como carreteros») y se ponen serios. Colocan en forma de abanico a los perros. Prosigue la travesía. A un par de horas queda la siguiente ciudad: Qeqertat. Antes de emprender la vuelta, el grupo habrá recorrido un total de 400 kilómetros en trineo. ¿Qué es lo más duro? Contesta el joven malagueño sin titubear: «Sin duda el frío». Luego estáel hedor, aunque el olfato se acostumbra a todo. No existen las tuberías porque estarllarían con el frío. En cambio, una tapadera y una bolsa que se cambia cada seis días. Manuel sigue evocando memorias. Subido al trineo. Rompiendo abismos a ocho kilómetros por hora. Aunque la sensación es la de que los perros van como un misil. Si es verdad que Robert Peary fue el primero en llegar al Polo Norte, este joven se ha ganado su respeto. Y promete volver para seguir colgando fotografías en su mente.

Un cumpleaños para no olvidar

Manuel Calvo inició la aventura con 16 años

Aunque ahora se esté hablando de un joven de 17 años, Manuel inició la expedición a Groenlandia con 16. Su 17 cumpleaños le sobrevino en el ártico. Un soplar de velas difícil de olvidar. El padre de Manuel, a falta de una tarta, sacó las bandejas de jamón ibérico que traía desde Málaga. Un manjar del que también disfrutaron Joseph Manumina y Storm Odak, los inuits que acompañaron a los dos Manueles en esta aventura. «Les flipó», es la sentencia.

Un viaje con trasfondo

Fijar el censo de los perros de Groenlandia

Además de la aventura, este viaje también tenía un trasfondo científico. En colaboración con Tiendanimal y Royal Canin, ambos aventureros fijaron un censo de los perros de Groenlandia que había por las zonas que visitaron. Se trata de una raza que es imprescindible para la supervivencia del hombre en este extremo del mundo. A pesar de ello, el número de perros de esta raza está en descenso. También se tomaron muestras para la Universidad de Málaga.

La fascinación por el perro

El mejor hombre del amigo

El perro groenlandes es lo más parecido a un lobo en canes. Su lealtad está a prueba de bombas y Manuel confirma que el popular dicho que dice que «el perro es el mejor amigo del hombre» cobra especial relevancia cuando ves su comportamiento sobre este terreno. Aunque, advierte, son leales hasta el fin a su dueño, pero hay que saber medir su ánimo.