Pasábamos la mayor parte del día, sentados bajo un castaño de Indias. Dolores, vestida de blanco, con un libro de Historia en su regazo y yo escuchando lo que ella me leía. Cuando aprendí a leer, era yo quien le leía a ella. Incluso los dos nos inventábamos parte de las historias que leíamos, porque la fantasía era parte de nuestra existencia. No necesitábamos nada más. La sombra era nuestra compañera, junto al suave viento cálido de los mañanas de verano, mientras las cigarras no paraban de cantar. El tiempo fluía mansamente. Nada perturbaba nuestra paz, mientras lentamente íbamos descubriendo entre los dos la Historia de España. Todos los tomos de Salvat, uno a uno, sin prisas. Ya sé que puede parecer raro, pero así éramos los dos. Dolores era una mujer ávida de saber y lo ha seguido siendo toda la vida. Una lectora poco habitual, que diría Bennet. Y creo que eso, unido al hecho de que en la casa había una biblioteca, hizo de mí otro lector compulsivo. Yo era un niño tranquilo y muy protegido. Una tragedia había asolado la vida de mi familia y era preciso evitar que se repitiera en alguno de nosotros. Mientras, mis hermanos más pequeños jugueteaban también felices a su aire, a veces, Dolores me cantaba coplas, con su voz bien entonada. Yo entonces no sabía que ella también había encontrado la paz, el sosiego y la serenidad en aquel jardín cerrado.

Dolores tenía entonces veinte años, pero era de una extraordinaria madurez. Muy guapa, con los ojos levemente achinados, almendrados. El pelo negro recogido, delgada, con una clara elegancia natural y la dulzura y la tranquilidad como compañeras de vida. Lo menos que yo podía imaginar entonces, e incluso cuando pasaron muchos años, es que aquel sosiego en que vivíamos y la serenidad que Dolores reflejaba en su rostro, escondían una carga de sufrimiento terrible.

Así transcurrieron siete años. Con sus Navidades, sus Semanas Santas, sus veranos. Yo intuía que algo grave pasaba en el exterior. En Navidad, mi madre nos ponía a todos a empaquetar lentejas, garbanzos, azúcar, productos de primera necesidad, que poníamos en cestas y una cola de personas pobres venían a recogerlas. Fue mi primer contacto con la pobreza. ¿Qué pensaría Dolores, acostumbrada a las necesidades exteriores, al ver que allí no le faltaba de nada? ¿Qué pensaría al volver a casa de sus padres, en las escasas vacaciones que en aquel tiempo existían? Y pienso también ahora en la vida difícil y áspera, durante aquellos años, de algunas personas que hoy ocupan un lugar especial en mi corazón. Así era la vida entonces.

Un día mi madre me dijo que Dolores iba a casarse. Yo ya había conocido a José, que venía de haber estado voluntario en la Legión, porque allí la comida era «sana y abundante», según contaba él que indicaba la propaganda para alistarse. Allí se hizo jardinero y especialista en el cultivo de rosas. Ganaba tres pesetas, una de las cuales se las daba a un maestro para que le enseñara, hasta que éste le dijo que ya no tenía nada más que enseñarle.

Cuando Dolores salió de casa de mis padres vestida de novia, se cerró una etapa de mi vida, en la que fui plenamente feliz. Recuerdo que le dije que me llamara alguna vez por teléfono y se echó a reír. Me dijo algo que no comprendí entonces: «Yo no tengo teléfono, mi niño». Así era la vida entonces, insisto. Vivíamos en una burbuja, ajenos a lo que ocurría fuera de las verjas del jardín. Mis padres nunca hablaban de la guerra entonces.

Mi madre y Dolores siguieron manteniendo un trato continuado y frecuente. Ella venía a vernos de vez en cuando. Una vez que instalaron el teléfono en su casa, hablaban con mucha frecuencia. Las dos se querían de verdad y se contaban secretos, algunos de los cuales Dolores me ha contado años después. Y aquel cariño entre ellas dos se tradujo en un nuevo trabajo para José, la vida empezó a sonreírles y tuvieron cinco hijas (todas ellas títulos superiores) y algunas de ellas, verdaderas artistas. En su casa, vivían un ambiente de trabajo, lectura, estudio y creatividad, que aún perdura.

Alguien puede que esté preguntándose la razón de escribir esto y a quien le importa mi vida de pequeño, o la vida de una señora anónima. Pues es muy simple. Esta es la verdadera historia de la vida de los españoles en aquel tiempo, esta es la verdadera memoria histórica, esta es la narración de las tremendas desigualdades, e injusticias que constituían el día a día y esta es la auténtica reconciliación: la de las personas, por encima de cualquier ideología.

Hace unos meses, en una de nuestras frecuentes conversaciones telefónicas, Dolores me dijo que tenía que contarme una cosa que nunca le había contado a ninguno de nosotros. Ni a mi madre, con la que casi no tenía secretos. Pero había uno, que nunca se atrevió a contarle, porque nuestras familias habían estado en bandos distintos en la Guerra Incivil. Me preguntó de pronto: «¿Tú sabes cómo me llamo yo?». Pensé que a su edad se le estaba yendo la cabeza. «Claro: Dolores». Me quedé estupefacto cuando me contestó: «No. Me llamo Electra». ¿Cómo reacciona una persona a la que le dicen algo así? ¿Cómo se reacciona cuando resulta que desconoces el verdadero nombre de la persona que, aparte de tu madre, te ha criado? No sabía que decir. De pronto caí en la cuenta. Ese nombre respondía a la tradición anarquista andaluza, a los campesinos leídos, aunque no tuvieran ningún tipo de titulación, ahora comprendía su afán de saber, era un nombre anterior a la guerra, pero era un nombre tan hermoso y a la vez tan tremendo, que me costaba trabajo aceptarlo. Y añadió: «Voy a contarte mi vida anterior a que nos conociéramos».

En los primeros días de febrero de 1937, una niña de cinco años, Electra, salió andando del pueblo de Alameda con sus hermanitos, mientras sus padres estaban en el campo. Si todo el pueblo se iba, es porque algo terrible iba a pasar. Y si la gente huía, ellos también huían. Ya les alcanzarían sus padres en algún lugar. Al mismo tiempo, un niño, José, salía de Archidona con su familia, por el mismo motivo. Dos personitas que iban a compartir la vida en el futuro y que no se conocían, compartían ahora una huida hacia ninguna parte.

Los padres alcanzaron a Electra y sus hermanos en Antequera y continuaron la huida. Yo no voy a hacer aquí la historia de la Desbandá. Pero sí diré que, como contaba José, cuando había un bombardeo, se agachaba todo el mundo en los campos de caña de azúcar y cada vez se levantaban menos. Y todos sabemos por qué este es un tema del que no se ha querido hablar, ni por unos, ni por otros. El precedente de otros éxodos que se han producido hasta hoy en Europa.

Y terminó la guerra. Todos fueron bautizados para acceder a la cartilla de racionamiento. Y le pusieron Dolores.

Su madre rompió una sábana en cinco puntas, a cada una de las cuales amarró a uno de sus hijos para evitar que se perdieran, en un tren atestado de refugiados. Vuelven a Alameda y no es recibida por su familia: porque suponían que venían infectados de piojos («vino a los suyos y los suyos no le recibieron»). Cuando vuelve el padre del frente de Valencia, se marchan andando a Alhaurín el Grande en busca de trabajo, cruzando un Guadalhorce crecido, cogidos de las manos. Se instalan en la casa de aperos de un cortijillo, que les deja el dueño por piedad. Podían comer de todos los frutos del huerto. Electra siente que el paraíso existe. Los maquis bajaban de la sierra y uno de ellos le da un dinero a Dolores, para que se compre un vestidito, pero se compra una cartilla para aprender a leer. Dolores entra a trabajar en casa de una señora en Alhaurín con doce años. Allí hace la Primera Comunión. Van a Monda a trabajar el esparto a destajo. Su madre le rompe la cartilla y la tilda de tonta, «siempre leyendo en vez de trabajar». Y Dolores robó dos melones para venderlos y comprar otra cartilla, la única vez en su vida que roba algo. Ella, como Jane Eyre, se ponía bajo la lluvia para coger una pulmonía y morirse. La habían convencido de que era tonta. Quizás es el momento de su vida en que su primer nombre cobra sentido.

Vienen a Málaga y conoce al chico que había huido de Archidona. Cuando él se va a la Legión, ella entra a trabajar en el Hotel Casa del Monte, en el Monte de Sancha, donde llega a conocer a Rita Hayworth. Este era el contraste brutal de dos mundos diferentes, opuestos, que coexistían, sin convivir.

Al poco tiempo, se vino a casa de mis padres y entró en mi vida. Y ella, aunque tenía que cuidarnos, que era su trabajo, entra en un mundo diferente. Y empezamos a leer juntos. Y aprendimos juntos que uno nunca se cura de una buena educación. Dolores es la única persona que conozco que tiene un cuaderno en el que lleva la vida entera anotando los títulos y autores de todo lo que ha leído en su vida. El primer libro fue el Antiguo y Nuevo Testamento, el último es el catálogo de la exposición de William Morris en Madrid.

Dolores sigue indomable, viviendo sola desde que murió José, porque no quiere ser una carga para nadie. Nunca lo ha sido y nunca lo va a ser. Con la cabeza perfecta y leyendo día tras día y año tras año. Con su cuaderno junto a ella. Y seguimos queriéndonos como siempre. Ahora que conozco su vida entera, me parece una persona extraordinaria, que ha conseguido vivir la vida que ella quería, con mucho esfuerzo, con mucho sacrificio y con mucho trabajo. Pero la que ella quería. Y que ha creado una familia extraordinaria, en la que las hijas enseñaban a su madre, porque ella se lo pedía, mientras estudiaban el bachillerato. Una familia a la que quiero y en la que me siento querido.

Esta es la verdadera memoria histórica: el cariño indestructible de dos familias, que estuvieron en bandos distintos y opuestos. Gracias a dos mujeres, cuyos caminos se cruzaron una vez y ya nunca se separaron. Siempre he soñado con una España de todos, en paz, armonía ( así se llamaba una tía de Electra), reconciliada en el Amor (así se llamaba otra de sus tías). Una España en la que haya que explicar a los jóvenes lo que significan las pinturas negras de Goya y enseñarles que pertenecen a un pasado muy lejano en el tiempo y en el corazón de todos.