El chacalacas estaba endiquelando a la chiná del chirobao, un chirosqui que vendía cotufas remojás, palodú, cañadú y garbanzos tostaos a la puerta del Plus donde echaban una película de convoi en la que trabajaba Jon Vaine.

El hermano de la chiná, un atomatao que largaron de la fábrica del Colorao porque era más flojo que una guita, estaba entretenido en escarmenar a la churumbela de la goleora de la tienda de la calle Cerrojo, donde su madre, la Encarna, palanganeaba sin pelos en lengua.

La chiná tenía unos zacais que para sí quisiera la emperifollá que se las daba de panimanteca y que tenía unos ojos engurruñaos y se pasaba el día mordiendo al vecindario de la calle Pajaritos.

Apareció por el barrio el merdellón del Felipe oliendo a colonia barata y amolando de un reló de oro alemán que lucía arremangando la manga izquierda de su camisa con más colorines que el arco iris. Mientras pavoneaba para llamar la atención, su amigacha iba en andalias comprás en la calle San Juan.

Al Felipe le gustaba el mollate y según la Manuela, que vendía ajos a la puerta del mercao de Atarazanas, tenía un apaño con una gachona que vivía en Los Palomares.

El que venía echando chiribitas era el marío de la Encarna porque se cruzó en la calle con Er Zopa, que llevaba la mala suerte encima. Ya estoy encaniláo para todo el día, dijo. El mal fario de Er Zopa era conocido en la colla del muelle hasta el punto de pagarle el jornal sin ir al curro.

Otro personaje del barrio, que vivía en un corralón cercano, era El Tullío, que metió en La Rápida los dos civiles y le tocó una pimporrá de dinero. Se fue solito a comer cigalas en er Sarvaó, en la calle Carril, y se jartó, hasta que las patas le salían por las orejas. El Tullío tenía suerte, y no era la primera vez que trincaba una buena cantidad de billetes. Se comentaba que hacía años, jugando el abuelo en los ciegos, ganó un perraje para comprarse un Mercedes, y como no sacó el carné de conducir porque más bruto que un arao, lo tuvo que vendé.

La gente le tenía tirria al Gume (Gumersindo se llamaba er nota) que había echao los papeles para un chapú; vivía de la mamela como un marqués. Le apodaron el Marqués de la Mamela.

Él lo sabía, pero se hacía el longui.

Un día, que tenía angurria, cambió el agua de las aceitunas en una esquina, y el perrilla que pasaba por allí lo multó por hacer aguas menores en la vía pública. Le dio un avenate, y le largó un mojicón en la chorla. Acabó con sus huesos en el trullo.

El niño de la Jacinta, que era un rabo de lagartija, chorrando por la barandilla de la escalera, casi se esnuca. Se hizo una chifarrá en la mirla con más sangre que un guarro en la matanza de su pueblo. Le liaron una tojalla en er coco y lo llevaron a la Casa de Socorro de la Trinidá. En la noche de fin de año asustaba a las viejas con mixtos de cachondeo.

A Manuel, más conocido por El Jaula, que se dedicaba a vender jilgueros y canarios en los baratillos de la calle Mármoles, le dieron un trancazo que por poco lo mandan al Batatá. El agresor era un cliente que con frecuencia le compraba jilgueros descubrió que les daba uñate y se morían a los dos o tres días.

La cotúa de la Paca, que ya tenía cuatroduros, y se dedicaba a enguispar a la gente para darle a la lengua en el corro, mandó al crúo de su marido al porvero para que le comprara cal pan calá el patinillo emporlao que tenía más mierda que el palo de un gallinero. La Paca, que era más viea que andá palante, se escabullía cuando nadie la estaba quincando y se iba a la taberna del Pescalotó a tomarse una persiana. Cogía unas papas de no te menees.

Deambulaba por las calles un atildado señorito que, según la gente, perdía aceite, vamos, que era un parguela en busca de chaveas a los que deslumbrar con chucherías. Dejó de verse por el lugar porque un vecino lo enguispó y le cantó las cuarenta: Si te veo otra vez por aquí, le espetó, te descuajaringo. Dende entonces no se le ha visto el pelo.

Un día estuvo a punto de producirse una desgracia en una de las viviendas porque al preparar una sartená de papas fritas, las llamas del anafe prendieron el delantal de la dueña que por poco muere chamuscá.

El Chato, un güesarranca que nadie trataba porque era un saborío, se agenció una amoto en la calle Estranchan, y sin saber ni montar en bicicleta, la puso en marcha y se llevó por delante al queso y al municipal que dirigía el tráfico en la calle Larios. Un trancazo que acabó con la amoto y con el queso.

La hija de la Faustina, que la gente poco ilustrada llamaba Flautina porque le sonaba a flauta, por recomendación de una amiga, fue a pedir empleo a una casa del Paseo de Sancha. A la señora no le pareció mal la chavala y la contrató para cuatro horas cinco días a la semana. Al segundo día se despidió de la señora porque se enteró que gente la conocía como «la casa de los fantasmas», y salió espetá porque le daba repelú.

El Chusmeta, que había nacío en Almogía, se apañó piso quedó vacío porque al inquilino le dio el misere y la palmó en ná de tiempo. Era un manúo que se trajo a una mantenía con la que un día sí y otro también formaba unos guirigay que se sentían en todo el barrio. El chusmeta la insultaba llamándola chochilantera, mangarrana, pelandusca y otros insultos respondidos con una sarta de improperios reservados a los machos, como batato, cagalistrón, cucurreta…

Aquel día llovía amanta y la Osefa, que estaba emperchisná y algo empistolá, estuvo apique de escalichá. Menos mal que un fuguilla, que era conocío por largopiri chimenea porque era más alto que la torre de los chinos, la pudo enjaretá.

La jornada dio las boqueás con un suceso protagonizado por la hija del pitejo, un guayabo de no te menees que apuntaba para ser artista de cine en Jolibú. Resulta que el marnaoso del Butano intentó magrear el chucolomengui de la gachí. Y ésta, que se engarabitó, le endiñó una mitra que lo dejó pal´ arrastre.