Una de las mejores cosas de Málaga es que siendo una ciudad localista, como casi todas, en absoluto es nacionalista. No puede ser de otra manera si los que sacaron a la Ciudad del Paraíso del pozo de la Historia fueron señores de Logroño, pero también de media Europa y Estados Unidos.

Las ideologías basadas en la inflamación de los sentimientos no calan en una ciudad que nunca se ha mirado el ombligo. Aquí hay pocos patriotas irredentos, por eso cayó en saco roto el referéndum del nuevo estatuto de autonomía de Andalucía. La definición reaccionaria de `realidad nacional´ y la desgana frente a unos políticos que hablaban del sexo de los ángeles, favorecieron la deserción.

El Día de la Hispanidad se vive aquí disfrutando de la vida, cayendo en la cuenta de que ser español no está tan mal. No es un designio de los cielos, sino una agradable casualidad, porque vivimos en un país moderno con unos ciudadanos amparados por el Estado de Derecho.

Resulta desesperanzador cómo, 30 años después de la llegada de la Democracia, resuenan en las comunidades autónomas más ricas reclamaciones carcas que no son de este siglo. Tras el empacho de patriotismo del Franquismo, ahora tenemos que soportar a una nueva hornada: a los que construyen naciones intransigentes e indisolubles, a pequeña escala. Frente a esta realidad, no es muy recomendable hacerles muchas concesiones ni tampoco ponerse como Agustina de Aragón.

Habría que llevar a estos políticos mesiánicos a darse una vuelta por la plaza de la Constitución de Málaga. Verían una ciudad abierta al mundo, sin problemas de identidad, dada su riqueza de identidades. Ya lo dijo Salvador Rueda: "Málaga es inglesa y mora, a la vez que es andaluza". Y española, y europea, y lo que le echen. Sin complejos ni fanatismos patrioteros.