Aún deben de estar húmedas las lágrimas en el corazón de aquel equipo que enamoró a Europa a su manera. Tal vez se hayan secado las que se derramaron en el vestuario visitante de Do Bessa. Ya ha llovido desde entonces. Y se ha llorado. De pena y de alegría. El Málaga vuelve a Oporto, de donde salió dignamente cabizbajo una noche de marzo en 2003. Seguro que los «Pichitas» lo recuerdan. Y los malaguistas, que repiten desde ayer un camino de rosas hacia la segunda ciudad de Portugal. Málaga-Oporto, el viaje pendiente desde hace una década, la espina clavada que el destino quiere que el malaguismo se extirpe.

Aquella derrota ante el Boavista cerró un capítulo de la historia brillante del Málaga, del Málaga sin siglas ni presidentes, del Málaga de los malaguistas sin collar. El rival no es el mismo, pero las sensaciones volverán cuando el Duero se imponga en la vista y el fado entone nuestros oídos. Cuentan los que estuvieron en ese vestuario que hombres de tomo y lomo se derrumbaron tras dejarse las semifinales de la UEFA en unos malditos penaltis. Fernando Sanz se arrinconó en una esquina para llorarle desconsolado a la mala fortuna. También el propio Peiró que, con más batallas que El Cid, agachó sus ojos como un sauce. «Su» EuroMálaga se apagaba.

Se forjó un sentimiento de grandeza europea que ha reverdecido Pellegrini con «su» Málaga de Champions. Peiró-Pellegrini. Con «P» de Perfección. Entrenadores elegantes aunque no luzcan corbata. Sabios. Directores de orquesta que han hecho felices a una ciudad con su armonía.

En Oporto se fundió la del «Galgo del Metropolitano», y en Oporto debe retumbar la del «Ingeniero». Los Isco, Gámez y Weligton le deben un guiño intangible a los Sandro, Josemi y Roteta. Y Oporto es el escenario para ello. Así estaba escrito.