­La americana fiesta de Halloween aplastó a una de las tradiciones malagueñas más antiguas e íntimas con calabazas, telarañas y disfraces de demonios, la fiesta de Todos los Santos. Los vecinos de Casarabonela María Vicario y Antonio Campos recuerdan que hasta no hace muchos años en «la mayoría de las casas se encendía una vela por cada difunto y se conservaban encendidas durante todo el mes de los santos».

María ha seguido la tradición de su madre y enciende una vela por cada uno de sus difuntos. De esta manera, a través de las ventanas se puede apreciar esas luces danzantes que se asomaban por las ventanas cuando caía la noche. Actualmente son velas aunque las abuelas «ponían en un plato o en un cuenco agua y aceite usado y depositaban encima del aceite unas lamparillas», relata María Dolores Rubio. Estas lamparillas de aceite también eran llamadas mariposas o palomitas. La marca más popular era San Juan Bosco «que también en mi casa se usaban para cuando se iba la luz».

Estas lamparillas estaban compuestas por un círculo de corcho para que pudiesen flotar en el aceite y otro círculo superpuesto fabricado de restos de cartonaje o de máculas de imprenta, casi siempre de la baraja española, o con distintos motivos y colores que hacían al plato cierta viveza. En el centro de estos dos círculos se izaba una torcida impregnada en cera que portaba la luz dedicada a la memoria del ser querido desaparecido. «Se dejaban consumir totalmente, no se apagaban. Mi madre me contaba que esta luz ayudaba a las ánimas benditas a seguir su camino hacia Dios», destaca María Dolores.

Los jóvenes y niños eran los protagonistas como en muchas viejas fiestas cristianas. Desde la caída del sol en la noche de Todos los Santos comenzaban a doblar a muerto las campanas de todas las iglesias de la Sierra de las Nieves. Los jóvenes cristianos pasaban la madrugada del primero de noviembre hasta los oficios de la jornada de difuntos haciendo sonar el avisador a de la parroquia con una cadencia triste, repetitiva, redundante, machacona.

«Los jóvenes íbamos por las casas pidiendo algo de comer para echar la noche. Las vecinas nos daban batatas cocidas, castañas asadas o tostadas, roscos tontos y buñuelos de viento para pasar la noche en el campanario», recuerda Luis Gil Soto, que recuerda muchas madrugadas junto a sus amigos en el campanario de la Iglesia de Santa Ana de Alozaina. «Hacíamos turnos para tirar de la maroma que hace sonar la campana y narrábamos o nos contaban los más mayores, cuando venían a visitarnos, las clásicas historias de terror típicas», dice Rubio.

Estos dos días no se cerraba el cementerio dando oportunidad a los familiares, incluso de madrugada, de acompañar a sus seres queridos con el sonido del bronce de fondo. Al pueblo retornan en esta fecha vecinos para «limpiar las tumbas, traerles flores, estar con sus seres queridos difuntos y vivos. Algunas familias solo vuelven para los santos al pueblo» expresa María Vicario. En Yunquera en la puerta del cementerio, desde hace unos años, se monta un stand con buñuelos, chocolate y tostones de castañas cuyos fondos se destinan a sufragar las obras de restauración de la parroquia que se están acometiendo.

Los vecinos de la Sierra de las Nieves mencionan estas vivencias del pasado con una profunda melancolía. El profesor de El Burgo y fiel defensor de las tradiciones de la comarca, José Antonio Góngora, señala que «Halloween se está introduciendo a través de los colegios como una fiesta infantil. La consecuencia es que ha desplazado en su totalidad a nuestra tradicional celebración cristiana de los Santos haciéndola una fiesta, cuando su finalidad era de respeto, recuerdo y homenaje a nuestros seres queridos desaparecidos. A los niños se les aleja del sentido de la muerte real, cercana de familiares y amigos. Y luego se banaliza lo macabro».