Si tienen la suerte de no haber visto la escena de ese hospital neoyorquino, filmada por una cámara de seguridad y pasada por la tele en estos días, se han ahorrado bajar un peldaño más en la escalera del desengaño. Aunque lo hayan oído, o yo se lo rememore ahora con palabras, no es lo mismo. No es lo mismo ver la muerte de esa mujer a cara de perro, filmada por una cámara neutra de un circuito de vigilancia, una más del panóptico universal que con sus millones de ojos no quiere perderse un ripio, sin afán de belleza o de denuncia, grabando sin cesar y sin parpadeos una sala de espera de urgencias en un hospital cualquiera. Pongamos, de Nueva York. No es lo mismo.

Aquella mujer (¿cuarenta y tantos años, decía el locutor?) llevaba 48 horas esperando atención y una cama en aquella salita. Se la ve caer al suelo, desfallecida, y, sólo al cabo de unas horas, una enfermera, tras darle una patada y ver que no reacciona, se acerca a ella para comprobar -ya nos lo había advertido el locutor: era un ´feed-back´- que está muerta. Pero lo que da escalofríos ocurre en esas horas increíbles, entre su desmayo y caída al suelo y el momento en que, por fin, alguien decide acercarse para ver qué le ocurre.

La voz en ´off´ que narra la noticia nos va haciendo la cuenta -no se lo ahorra: es el hueso, el foco de interés del relato- de los testigos, trágicamente indiferentes, de su muerte: otros pacientes, el vigilante, un médico miran con vaga curiosidad el cuerpo inerte de aquella mujer tirada en el suelo, durante un instante, y a otra cosa. Uno sigue, a su vez, esperando (¿cuántas horas llevará él? Menos, sin duda que ella, o más fuerte, o menos enfermo quizá); el otro sigue vigilando -no a ella, no a la muñeca rota y abandonada, sino a su pantalla de ordenador (¿del mismo circuito cerrado de cámaras que también lo filman a él?), a saber qué mira, sentado ante su mesa; otro más, el que se nos dice que es médico, sigue a lo suyo: a su ronda de enfermos, suponemos, ellos sí con cama...

La tragedia, tan contemporánea (como las patadas obscenas, también filmadas en un tren, de aquel joven, que vimos hace poco: la diferencia es sólo de grado; aquello no acabó en muerte) se vuelve tan terrible e inquietante porque los indiferentes testigos son eso que llamamos, a falta de algo mejor, buena gente. Son lo que Nabokov decía de los personajes literarios de Antón Chéjov: hombres buenos incapaces de hacer el bien. ¿Qué pensaría aquel otro paciente, al mirar a la mujer tirada en el suelo? Pensaría, a lo peor, lo mismo quizá que el vigilante o el médico: "¡anda que ésta tiene una buena cogorza encima!", o tal vez, con tópico bienpensante, "¡hay que ver la droga, qué estragos causa, menos mal que mi hija se ha librado!" O puede, es tan común, que sintieran miedo de algún contagio si se acercaban: "¿Y si tiene SIDA?" -se preguntarían, vaya usted a saber.

El miedo urbano, y fílmico, en fin, de meternos en algún lío: "Mejor me quedo a lo mío, ya la atenderán, ¿no estamos en un hospital, al cabo?". Y esa es la parte final, la más sórdida quizá, de esta escena cotidiana: el fatalismo, compartido por todos los protagonistas, de que la tardanza en la atención es tan común y cotidiana (¿no se desmayan gente haciendo cola para sacar entradas 24 horas antes de un partido de fútbol?) que el hecho de que el vecino se desmaye o muera y caiga redondo al suelo es sólo un incidente previsible en el guión: "No habrá comido, la pobre, estará con una dieta de ésas para adelgazar... A ver si me llaman a mí ya de una vez, que el pobre perro estará ya desesperado: hoy no he podido sacarlo a pasear. Me ha dado un escalofrío, ¿tendré fiebre? ¿Qué hora será ya?" Gente buena, incapaz de hacer el bien...