Esta semana ser español ha sido motivo de orgullo. El triunfo de la Selección en la Eurocopa parece haber avivado sentimientos patrióticos. En el conjunto de la sociedad se ha apreciado una unión más allá de colores políticos, clubes de fútbol, gustos, procedencia o cuestiones de acento. Ya lo dijo Aragonés, ganamos todos. Pero esta efervescencia nacional se apaga cuando se utiliza la lengua como arma política. Es costumbre. La campaña impulsada por un grupo de intelectuales capitaneados por el filósofo Fernando Savater para defender el uso del castellano se ha convertido en la excusa para reabrir el debate sobre el bilingüismo en las comunidades autónomas. Y también en un instrumento de confrontación entre los hablantes. En el enfrentamiento lingüístico también ha jugado un papel relevante el anuncio del Gobierno vasco de obligar a las empresas a atender en euskera a los clientes; de lo contrario, les toca sanción. Sin duda, una medida coercitiva y discriminatoria que en nada beneficia a los ciudadanos vascos que deseen expresarse en euskera, aunque Ibarrexte piense lo contrario. Pero volviendo al tema del Manifiesto por la Lengua Común, que ya suma 99.000 firmas, sus precursores hablan de que el castellano está en extinción, que el catalán o el gallego usurpan su terreno y lo corrompen, y que hay que rescatarlo de las llamas de los nacionalismos. Es cierto que en algunas regiones existen imperativos en el ámbito educativo y administrativo que el Estado debe corregir. Pero estas imposiciones no las arregla una declaración de intenciones de estudiosos de la lengua, aupados por partidos políticos. Al contrario, enciende una polémica sin sentido. El ciudadano tiene derecho a escoger el idioma que quiera. Y el Estado no inmiscuirse, ni valorar más a unos hablantes. Además del castellano, las otras lenguas oficiales (catalán, gallego o euskera) son de todos los que poblamos el territorio español. En lugar de campañas para reconocer un idioma que ya está reconocido, sería mejor promover su uso correcto. Por eso, yo me sumo al Comando Revolucionario de Estilo y Ortografía (CREO), que como dice mi compañero Miguel Ferrary, intentará evitar algún que otro estropicio lingüístico.