Hay un gran equívoco en la dialéctica entre el nacionalismo y el que podríamos denominar estatismo cívico, o sea, entre el predominio de la nación y el predominio de la ciudadanía. El equívoco viene de que se trata de valores de escalas distintas (la de la emoción y la de la razón) y por tanto resultan incomparables. La razón cívica en estado puro conduce al desarraigo, y acrecienta la angustia, por más engrudo de solidaridad que echemos al guiso: al final la razón nos tiraniza. La emotividad nacionalista conduce al encierro en el claustro materno, a la exclusión de todo lo exterior a la placenta: al final se llega al crimen. Si se juntan las dos se llega al totalitarismo. La única receta posible es deplorar todo lo absoluto: estado, nación, razón, emoción, etcétera. La libertad es un bien que sólo se alcanza nadando entre las aguas del relativismo, hoy tan denostado.