España y yo estamos de suerte. Quién nos iba a decir que, haciendo frente incluso a los achaques imprevistos, ambos íbamos a tocar la gloria terrenal. Todo empezó con el partido contra Italia en la Eurocopa de fútbol. Pese a la animosa presencia en el estadio de nuestros reyes, lo que reinaba en este país era un pesimismo futbolero histórico, cimentado en la cacareada maldición de cuartos, junto con un pesimismo económico coyuntural, provocado por esta crisis gallita que encima no se llama así. Por su parte, mi garganta, penosamente rota hasta que la cirugía lo remedie, no estaba para cantar unos goles posibles, pero de muy improbable existencia. La suerte, sin embargo, nos echó una mano con guantes de portero enorme, con lo que la selección de fútbol pasó a semifinales y la gente en la madrileña plaza de Colón se inició en el patriótico cántico del "Soy español, español, español?". Además, según informaciones de primera mano, yo tuve quienes cantaron por mí el gol del penalti de Cesc: los invitados y camareros de una boda en Rincón de la Victoria, en el preciso instante en que los novios se disponían, cuchillo en alto, a cortar la tarta nupcial, y el coro fuera de escena de la ópera ´Madame Butterfly´ que se representaba en el Teatro Cervantes, en el momento sublime y desgarrador del harakiri de la geisha.

Se non è vero, esta última anécdota è ben trovata, aunque a tenor de todo lo que se ha visto aquí con motivo de la Eurocopa de fútbol, tiene pinta de ser verísima. El partido de semifinal ya se encaró en España con otro ánimo, mas yo no pude ser partícipe del optimismo renacido, puesto que quince minutos antes de su comienzo me machacaron el dedo pulgar de la mano derecha. He ahí los riesgos del deporte de baja competición. No obstante, mi moral se elevó notablemente al gozar en las urgencias médicas del privilegio de ser yo el único paciente que había acudido allí, pues se dio la feliz casualidad de que nadie más se encontró necesitado de los servicios sanitarios durante el encuentro de fútbol. Se ve que los dioses del Olimpo también aportaban su granito de arena. O su gramito de ambrosía.

Desde el día siguiente hasta el de la final, ya vivimos jornadas de goce aún contenido. Los balcones hogareños se llenaron de banderas, en tanto que de esperanzas los corazones. Yo vagaba por las instalaciones de un hotel en Sancti Petri, observando agudamente a alemanes y españoles, y sólo por el brillo respectivo de sus caras, era sencillo saber que la cosa sólo tenía un color: el de la camiseta roja que le colocaron al toro de Osborne de la piscina. Aunque lucía un espectacular vendaje en el dedo, a mí nadie me preguntaba la causa del suceso, sino que todo el mundo daba por hecho lo sucedido:

-Cortando jamón, claro.

Tras la apoteosis de la entrega de la Copa, se vivieron escenas conmovedoras en el jardín del hotel, con alemanes y españoles abrazados a otras copas y entre sí, cantando "Que viva España". Aquella noche, llegué yo a ver langostinos rayados con los colores de nuestra selección. El día después, y tras cerciorarme de que no era un montaje de la cadena de televisión, llegué al éxtasis cuando vi a Manolo Escobar entonar el pasodoble por antonomasia junto a los héroes. Así que, envalentonado, decidí afrontar con chulería castiza, o sea, genuinamente española, el comentario que oía una y otra vez a mi paso:

-Cortando jamón, claro.

-Claro. Y de Cortegana.